La secesión bien vale una misa

cabecera Julio Murillo

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La frase tópica «París bien vale una misa», atribuida al hugonote (protestante) Enrique de Borbón —Enrique III de Navarra, Enrique IV de Francia—, que pretendía el trono de nuestro país vecino, y que con tal de hacerse con él no dudaba en apuntarse a una homilía, un bautismo o una confirmación, ilustra bastante bien el enorme sacrificio que Quim Torra, Presidente de la Generalidad de Cataluña, hizo el lunes viajando hasta la Villa y Corte, a fin de entrevistarse con el presidente Pedro Sánchez en la Moncloa. Otras frases coloquiales que también encajarían como anillo al dedo con esta curiosa y muy mediática peregrinación serían «hacer de tripas corazón» o «hacerse los madriles» —ésta muy habitual  en la época de Jordi Pujol y su «peix al cove» («pescado al cesto»), o «más vale pájaro en mano que ciento volando»—, y también con la imagen hilarante de la «Escopeta Nacional» cuando un insuperable José Sazatornil pasa por todos los trágalas habidos y por haber con tal de vender sus porteros automáticos a la casta franquista de la época durante una cacería. Y ahora mismo, dicho esto, pido perdón al gran Sazatornil, que en el cielo esté, por establecer paralelismos imposibles entre él y el MHP de la Cataluña profunda.

Quim Torra, a diferencia del fugado Carles Puigdemont —capaz de volar a Madrid con escalas previas en París, Reikiavik (Islandia), Juneau (Alaska), Tokio, Moscú y Berlín con tal de entrar en «el infecto país vecino» por la llegada de vuelos internacionales—, es algo más pragmático, aunque igual de vehemente y obtuso, y ha viajado en un moderno AVE hasta la capital, dispuesto a cantar las cuarenta en bastos, aunque en tono cordial y de buen rollito, como es habitual entre las razas superiores. Es decir: «Somos una nación, tenemos un mandato democrático irrenunciable y queremos implementar la República Reunida Geyper». Vamos, lo de siempre.

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Lo cierto es que de la reunión de hoy —quizá debería calificarla como «cumbre bilateral»— todavía no hay comunicado por ninguna de las dos partes mientras voy escribiendo estas líneas, pero a nadie se le debería escapar el hecho de que se trata de un mero trámite, un papeleo más, burocracia política que no arrojará nada nuevo, porque ninguno de los dos protagonistas puede moverse en la foto final ni un milímetro, a riesgo de salir abrasado del tête à tête. A Pedro Sánchez le pasaría por encima la caballería constitucionalista, con buena parte de los suyos lanzados a la carga, y a Quim Torra lo asarían los CDR y los de las CUP como a un calçot si muestra síntomas de entrar en la vereda de la debida obediencia autonomista.

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Sánchez, por tanto, le asegurará su voluntad de desencallar la situación, de rebajar la tensión,  de escuchar todo cuanto el otro quiera decir, de estudiar todo lo estudiable —recuperar, quizás, algunos artículos que el TC tumbó del Estatuto de Autonomía; priorizar inversiones; trenes de cercanías, o la cesión futura de algún impuesto especial—, pero poco más. Lo hará cruzando los dedos de las manos, o llevándose el índice al mentón, en postura grácil, para que el fotógrafo, primero, y su community manager, después, puedan airear esa pulcra imagen de maniquí «gastaespejos» que tan bien le funciona y tanto rédito le da. Puro postureo.  Sabe que incluso en las filas de su propio partido son mayoría los que ven con recelo e inquietud la más mínima concesión al nacionalismo.

Por parte del autómata teledirigido por el delincuente Puigdemont, todo será aspaviento bien medido y añagaza. Él ha ido a Madrid, y así lo ha vendido, con una única misión, que pasa, ineludiblemente, por preguntarle a Sánchez: «¿Cómo hacemos para implementar la República catalana?, ¿fijamos plazos?, ¿pactamos un referendo vinculante del 50%+1?» Y amenazará, siquiera veladamente, con dejar de respirar hasta el colapso final si no le entregan la bomba de relojería que desea le sea concedida. Con esa mise-en-scène se dará por satisfecho, aunque se vaya con el rabo entre las piernas, porque su pataleo supondrá gran jolgorio entre el pueblo elegido, que se lanzará a las calles con renovada ilusión y agravio. Y más de lo segundo que de lo primero, porque eso es lo que alimenta el motor de su ánimo grupal y mezquino.

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Todo sucederá más o menos así. Y si hay alguna sorpresa añadiré una coda a esta columna antes de colgarla. Saldrán los dos, juntos o por separado del encuentro, o del desencuentro, con la sonrisa congelada, tras haberse regalado algunos obsequios protocolarios. A Sánchez una botella de ratafía —»Gran reserva Wifredo el Velludo»—, bebida espirituosa de hierbas maceradas, similar al soma —droga fantástica consumida por la población de «Un mundo feliz» de Aldous Huxley— para ver si tras bebérsela y pillar una curda cabezona de campeonato logra entender lo que es la Cataluña profunda, carlista, casposa e irreductible, y también un par de libros, de cuyo título no me puedo, ni quiero, acordar, pero que a buen seguro serán loa ancestral a un nacionalismo atávico, telúrico, del que tanto beben las hordas amarillas. Y acaso Sánchez, por su parte, le regale a Torra una edición de bibliófilo de algún clásico del Siglo de Oro, o la miniatura en plata de un molino de La Mancha, que acabarán, indefectiblemente, criando polvo, como polvo acumulaban los mathom de los hobbits, esos objetos que se regalaban los personajes de J. R. R. Tolkien, y que pasaban de mano en mano sin que nadie supiera qué hacer con ellos o se decidiera a tirarlos a la basura, y que acababan siempre en un trastero.

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Y la conclusión final, del uno y del otro, será, no lo duden: «Ya lo hemos hecho, ahora la pelota está en su tejado, que muevan ficha ellos». Y vive Dios que en ambas trincheras habrá festejo y regocijo y hecatombe sacrificial de cien de bueyes a la brasa.

La coda prometida tras concluir la reunión:

Lo que les decía, amigos… Finalizado el encuentro ya sabemos lo que los medios cuentan, o les dicen que pueden contarnos: «Ha sido una reunión institucional, llena de cortesía y fluidez», que sienta las bases y es principio, blablablá, de una gran amistad futura: promesa de recuperar la comisión bilateral Estado-Generalidad, para hablar de inversiones, políticas sociales, empleo, dependencia, sanidad universal y pobreza energética; deseo manifiesto de volver a verse, probablemente en Barcelona, en agosto, con motivo del primer aniversario de los atentados yihadistas del pasado verano, y apretón de manos final y palmadita en el hombro.

Pero lo que realmente cuenta es la indisimulada y manifiesta voluntad de Quim Torra y los suyos, que regresan a su feudo milenario enarbolando pendones, reiterando su veto al Rey —al que culpan de todos sus males, ahora que ya no tienen a Mariano Rajoy— y reafirmándose en su irrenunciable objetivo de seguir, a las buenas, a las regulares o a las malas, trabajando sin descanso por la secesión de Cataluña.

Al día siguiente de lo hasta aquí narrado, y probablemente para contentar a los más radicales de su parroquia —los de la CUP—, que ya piden su cabeza, Quim Torra aseguraba haberle dicho a Pedro Sánchez: «Mira, yo ya tengo cincuenta y tantos, mis hijos son mayores, y yo no tengo nada que perder (así que tú mismo)…»

Seguramente un farol. Uno más. Como todo en el Procés. Pero con estos enajenados, nunca se sabe. Así que están todos avisados. The show must go on…

 

Autor- Julio MurilloImagen de cierre de artículos  

 

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