Divina Salamina

Divina Salamina-interior.jpgPRESENTACIÓN Salamina

El día previo a la batalla naval pudimos observar como la flota persa, que hasta el momento había permanecido en las inmediaciones de los puertos de Atenas, se hacía a la vela. Maniobraron sus naves, a cierta distancia del litoral, disponiéndolas en perfecta abarloa en tres grandes cuadros, frente a la entrada del estrecho que separa Salamina de la costa del Ática. Las trieras aqueménidas ocupaban el centro de la formación; las jónicas, el flanco derecho; las tripuladas por egipcios y fenicios, el izquierdo. Desde el extremo de Cinosura –una larga lengua de tierra que se adentra con decisión en el mar apuntando al Noreste– constatamos que el bloqueo al que nos sometían los bárbaros era absoluto.

–Parece que la treta ha funcionado, Esquilo… –comentó admirado Temístocles, avizorando el despliegue–. Jerjes ha mordido el anzuelo.

Los dos, algo separados del resto de maratonianos, observábamos sus evoluciones mientras refrescábamos los pies en el agua. El sol estaba en lo alto y caía sobre nuestras cabezas como una maldición.

–Sí, eso parece… –musité absorto–. La suerte está echada.

–Y bien echada, amigo mío… ¿Te has fijado en la dirección del viento?

Fruncí el ceño. Era evidente que soplaba de mar a tierra.

–Diría que viene de… ¿Corinto? –titubeé apuntando a nuestras espaldas.

–Exacto. En esta época del año, así se encamina el verano a su conclusión, siempre sopla desde el Oeste o desde el Suroeste…

–¿Cómo sabes tú eso?

Temístocles se echó a reír. Remojó sus manos en el mar y alivió la quemazón que le devoraba el rostro.

–¿Te gusta pescar? Nunca te he contado que cuando era niño acompañaba a mi padre y a su primo a pescar… –explicó. Sus ojos, risueños, parecían enfocar un pasado feliz–. Solían echar las redes por esta zona. En concreto junto a ese islote que tenemos ahí, frente a nuestros ojos, Psitalia… ¿Sabes que en sus rocas se pueden capturar los octópodos más grandes? ¡Yo cogía muchísimos! ¡Eran enormes en esos días!

Y enfrentando una mano a la otra me hizo entender la dimensión de sus capturas.

–Nunca he pescado, arconte… –ironicé–. Pero me gusta el pescado.

–Y a mí. Pues bien…, escucha: salíamos de madrugada y lanzábamos la red y las cestas. Y cuando teníamos los capazos llenos, a eso de media mañana, esperábamos a que se levantara el viento que los marineros llaman Céfiro. Suele llegar a rachas, fuertes, persistentes. Gracias a él regresábamos a la costa sin apenas remar…

–¿Qué tiene que ver todo esto con la batalla?

Temístocles me miró. Y con una sonrisa enigmática apuntó…

–Mucho, Esquilo. Mañana los persas penetraran en el canal mostrándonos los flancos de sus naves. Y nuestras trirremes, con la proa apuntando al Ática, zarparán desde los fondeaderos de Paulia y Salamina y las embestirán con el Céfiro empujándonos por popa. Les aplastaremos hasta hacerlos trizas contra los acantilados. Sus velas servirán de poco, pues no se puede navegar de bolina, contra el viento… ¿entiendes?

–No demasiado. Pero si tú lo dices, así será. Zeus te oiga…

–¿Por qué antepones el nombre de los dioses a cada deseo?

Reconozco que le miré con desdén. Esas preguntas me llevaban, aun sin pretenderlo, a reafirmarme en mis convicciones.

–Tú y yo somos muy distintos, Temístocles. Yo creo en ellos. Tú, no.

–Basta de dioses, te lo ruego. Quiero decirte algo… –anunció–. No tengo forma alguna de saber cómo concluirá todo una vez se desencadenen los acontecimientos. Si luchamos con tesón, venceremos; si nos falta convicción, todo habrá sido en vano. Por eso desearía despedirme hoy de ti, querido amigo. Me gustaría que supieras cuánto aprecio lo que has hecho en estos últimos tiempos. Sin tu ayuda no hubiera sido posible. Mañana, si estoy vivo cuando todo haya terminado, no buscaré abrazar a otro sino a ti.

Reconozco que no esperaba una confesión semejante. Las palabras de Temístocles, que eran absolutamente sinceras, me desarmaron. Acostumbrado a su proceder ventajista y astuto, oírle hablar de forma tan emotiva me conmovió.

–No he soñado con mi muerte. Tampoco con la tuya… –bromeé.

–Tanto mejor. Anda, vamos…, vuelve a describirme el rostro de Jerjes –rogó–. Pero no omitas ni un solo detalle. Dime: ¿cómo son sus ojos?

No pude evitar echarme a reír mientras remoraba para él, por quinta vez, todo cuanto yo recordaba haber presenciado en la tienda del Rey de Reyes.

Al final del día, cuando una nave tripulada por tenios desertó de las filas enemigas pasándose a nuestro bando, supimos con certeza que Jerjes había caído en la trampa. El capitán, un hombre llamado Panecio, hijo de Sosimenes, nos confirmó que los generales bárbaros habían recibido la orden de avanzar hasta encararnos en el septentrión de Salamina al amanecer.

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He conocido a lo largo de mis días la incertidumbre que atenaza el pecho la víspera de una batalla. El ánimo fluctúa entre el corage, que se consume como yesca, y el desasosiego, que aparece así los inevitables pensamientos irrumpen en la mente, alterada como un potro que se resiste a la doma. El tiempo parece no transcurrir mientras te preguntas si vivirás un día más. Se diría que el mundo, en su totalidad, se paraliza y permanece en una suspensión irreal. Y que todo lo anterior no han sido sino los ensayos previos al estreno, donde todo debe ser demostrado de principio a fin.

Creo que muy pocos dormimos esa noche. El cielo estrellado nos cubrió como un extraño manto tejido de fatalidad y esperanza. Recostados contra las rocas de la playa, Tisias y Brisón, los dioscuros, rememoraron algunos de los momentos más agradables que habíamos compartido juntos en el pasado. Lograron hacernos reír a todos. Coridón apenas habló, permaneció ausente, presa de la melancolía. La misma que flotaba en los ojos de su hermano Augias, que no pudo reprimir el llanto al rememorar a Hélice, su esposa, que ya esperaba a su primer hijo. Agrades confesó con aplomo que no le importaría perder la vida si supiera que de ese modo se reencontraría con Deinómenos, su gran amor. Ergino y mi hermano, provistos de un odre, no dejaron de beber, asegurando que los dioses protegen a los que se despreocupan por el destino y hacen lo que debe ser hecho. Creo que fueron los únicos capaces de conciliar el sueño.

Yo, entre la zozobra de unos y la jactancia de otros, no conseguí borrar el nombre de Eris de mis labios. Se paseó entre mis recuerdos, con su andar grácil, evanescente, hasta que la última estrella se difuminó en el cielo. Logré, entonces, vencido por el agotamiento, cerrar siquiera de forma breve los ojos. Caí en un estado de duermevela, derribado por visiones y pensamientos. Un extraño fulgor, ambarino, flotaba en medio de esa sucesión de imágenes inconexas.

Era la luz del Ómfalos. La Piedra Sagrada de Zeus.

Dos gruesas gotas de sangre resbalaban por la imbricada red de cintas de lana cinceladas en su superficie.

Una sacudida violenta me hizo abrir los ojos. Me incorporé, presa de una angustia infinita, y permanecí atenazado por el miedo hasta que la aclarada me devolvió el sosiego.

Con la isla en plena actividad, nos concentramos en la playa de Paulia junto a la pequeña aldea de pescadores que allí existe con todas las armas y el equipo dispuesto. Las trirremes se mecían tranquilas en el centro de la rada. Ofrecimos sacrificios a los dioses. En especial a Poseidón. Los augurios parecían favorables. Temístocles, aupándose hasta lo alto de una escollera, pronunció una arenga vibrante. Nunca le había oído hablar así. Estoy seguro de que todo lo que dijo le salió de las tripas, pues logró enardecer a los miles que allí estábamos. Sus últimas palabras fueron una orden: ¡Luchad con honor –tronó con voz vibrante–, no dejéis de luchar mientras un solo bárbaro profane nuestro suelo sagrado!

Y un vítor ensordecedor y triunfal brotó de nuestros pechos.

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Embarcamos en las trieras y en las penteconteras. Yo lo hice en la de mi hermano Aminias, que había sido bautizada como Tridente de Poseidón, junto a Agrades y Ergino. Coridón, Augias, Tisias y Brisón acompañaron al arconte en La Égida de Tritea.

Ocuparon los remeros los bancales, aferrando las palas; los arqueros se auparon a los castilletes que se alzan en el centro de las cubiertas, hacia proa; los hoplitas en las bordas, pertrechados con sarisas y jabalinas. Todo parecía dispuesto. Los trierarcas, seguidos por el gobernador y el pentecontarca procedieron a revisar las naves antes de dar su beneplácito. Buen número de pozales y tinas de agua se repartían, aquí y allá, sobre las plataformas, dispuestos a fin de sofocar los incendios provocados por las flechas persas; garfios y cabos aparecían ordenados junto a las bordas de estribor y de babor, listos para ser trabados en las naves enemigas, al igual que infinidad de hachuelas, arietes y pasarelas preparadas para el asalto.

Aminias, tras cerciorarse de que todo estaba en perfecto orden, agitó una tela de color azul, señal que fue respondida desde La Égida de Tritea. En medio de un silencio sobrecogedor, sólo roto por los leves crujidos de las cuadernas y el tintineo de las argollas en los palos, esperamos la orden. El calor era sofocante.

A través de las ranuras de mi yelmo pude ver a Temístocles ir a situarse en la proa de su nave. Miró al cielo. Después, con expresión satisfecha, me buscó con sus ojos pequeños y oscuros, y así me distinguió entre la soldadesca señaló en dirección al Sur.

Sonreí. El viento Céfiro alborotaba nuestras capas.

Ya sólo restaba comunicar a Euribíades nuestra disposición a la batalla. El almirante espartano permanecía fondeado, al frente de un buen número de naves, en la ensenada de Salamina, a la derecha de Paulia. Un hombre escaló por los riscos hasta alcanzar lo alto del brazo de tierra que separa los dos estuarios. Con una antorcha prendió la pira preparada la víspera.

Así la lengua de fuego se alzó bien visible, quebraron los aulós la serenidad que era la ría. Cientos de tamborcillos contestaron a su llamada atiplada marcando el ritmo. Las vergas fueron izadas y las velas, cargadas con celeridad, flamearon hasta curvarse ante el insufle generoso del viento. Cincuenta mil remeros deslizaron sus palas y comenzaron a bogar en el orden convenido.

Ya fuera del estuario pusimos proa hacia la abigarrada formación aqueménida. Sus trirremes navegaban paralelas a la costa y viraban dispuestas a encararnos; ocupaban todo cuanto la vista abarcaba, desde el islote de Psitalia, por estribor, hasta el viejo santuario de Heracles, por poniente, en las proximidades del Cabo Filaturi.

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Mis ojos se clavaron en una mancha blanca que destellaba bajo el sol de la mañana. Era un gran toldo dispuesto en la estribación de los montes Egaleos, en lo alto, detrás de las naves persas. Proporcionaba sombra a una tribuna atestada. En sus flancos se alzaban multitud de estandartes y banderas.

Era el trono del Rey de Reyes.

–Parece que Jerjes se ha buscado una buena atalaya… –constató burlesco Ergino.

–¡Maldito sátrapa bárbaro! –rezongó Agrades–. No sabe lo que es el valor. Si lo tuviera estaría en su nave insignia, luchando a la cabeza de los suyos.

–Creo que lo que verá hoy, aquí, le va a gustar –apunté yo apretando los dientes–. Así que vamos a ofrecerle el mejor de los espectáculos a ese bastardo.

Una nave ateniense, y otra, perteneciente a la escuadra de Egina, que navegaban bastantes codos por delante del resto, fueron las primeras en arremeter contra el enemigo. La ateniense fue a clavar su espolón en el costado de una triera fenicia, cerca de la proa, con tanto ímpetu en la embestida que destrozó la borda y quedó trabada en sus entrañas sin poder liberarse. La de Egina, que avanzaba por el lado de la aurora, abrió brecha a lo largo de todo el casco de la que se le venía encima haciendo saltar por los aires, en la brutalidad del encontronazo, a docenas de hombres, bancales y remos.

Eso es lo primero que yo ví aquel día terrible en las aguas del Sarónico. Como un ejército de escualos furiosos caímos sobre ellos siguiendo la estela abierta por esas dos naves llamadas a detentar, en nuestra memoria, la prez al valor y al arrojo; cargamos en boga de asalto, con los brazos enrojecidos por el esfuerzo y las velas a punto de reventar. Mi hermano, en una maniobra temeraria en la que desoyó a su segundo, dio instrucciones al timonel para que fijara la espadilla y mantuviera el rumbo a fin de penetrar en el exiguo espacio que mediaba entre dos trirremes persas. Cuando el encontronazo ya era inminente y nuestra velocidad vertiginosa, ordenó sacar los remos del agua. Atravesamos como una exhalación, mordiendo sus costados, desmantelando los salientes techados que montaban sobre las bordas y cubriéndoles, a diestra y a siniestra, con una maldición de flechas incendiarias. Superada esa primera barrera, fuimos a enzarzarnos en duelo con una nave egipcia, cuya altura era inferior a la nuestra.

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Nuestros destinos quedaron unidos por decenas de garfios, pasarelas y arpones. Recuerdo que, una vez diezmados sus mejores hombres desde lo alto, Ergino, Agrades y yo, seguidos por una docena de infantes, saltamos sobre su plataforma y nos empeñamos en un cuerpo a cuerpo, cerril y sañudo, que nos cubrió de sangre de la cabeza a los pies. No tuvimos piedad, ni siquiera con los marineros. Yo partí mi sarisa al poco del intercambio, pero seguí combatiendo, propinando salvajes cortes con la espada y golpes sesgados con el borde de la rodela. Fuera de mí, como un poseso, me entregué al paroxismo que supone arrebatar una vida tras otra. En ese estado no se notan los cortes, ni las heridas que se reciben en la demencial confusión que lo invade todo. Los moribundos, derrumbados, echan mano a los cuchillos, dispuestos a infligir a los que están en pie el máximo castigo. Pero sus puntillas, que acribillan los muslos allá donde las grebas no protegen, no se perciben, al calor de la ira, sino como el insignificante aguijonazo de un insecto.

Cuando no hallé a nadie contra el que seguir luchando, alcé la mirada. La cubierta estaba repleta de armas perdidas y cadáveres. Mis compañeros se aproximaron tambaleándose, poseídos por el mismo tembleque irracional que aún me sacudía. La nave era nuestra. Pero estaba a flote. Me desprendí del yelmo. Por las rendijas de la tablazón mis ojos toparon con la mirada angustiada de los remeros. Estaban encadenados a los bancales. No eran hombres libres como los que impulsan nuestras trieras. Sólo esclavos.

–¿Qué hacemos con estos? –preguntó Ergino sin resuello. Parecía estar a punto de derrumbarse. Llevaba un tajo feo en el hombro.

–¡Quememos la nave y que se hundan con ella! –propuso Agrades sañudo.

–¡No! ¡Cortemos sus cadenas y echemos el barco a pique! –grité.

Tomamos dos recias hachas y descendimos, por popa, hasta alcanzar el asfixiante espacio que era el interior de la nave. Ergino y yo propinamos un par de terribles tajos a las cadenas que corrían a lo largo de las filas de remeros. Ellos comprendieron, al punto, y comenzaron a liberarlas de las muchas anillas y grilletes que les retenían en sus puestos.

–¡Sois libres, pero no volváis jamás a Grecia o moriréis! –les chillé.

–No te entienden, Esquilo…

–Te aseguro que lo han entendido.

Subimos a cubierta. Mi hermano, desde El Tridente de Poseidón, nos instaba a volver a nuestra trirreme. No lo hicimos antes de haber propagado las llamas por todo el casco del bajel egipcio. Para cuando el último de los galeotes se puso a salvo, arrojándose a las aguas, la nave ardía convertida en una inmensa bola de fuego.

Cortamos las amarras y garfios que nos retenían a golpe de hachuela y, en unión de una nave de Mégara y otra de Egina, nos adentramos más y más en el corazón de la batalla. El Sarónico se había convertido en el tablero de un duelo descomunal. Nuestras trieras mantenían a las persas en una exigua franja de mar, hacinadas como ganado, sin permitirles maniobrar, empujándolas más y más contra el litoral. El cielo era una ensordecedora barbulla, un inhumano fragor en el que se entremezclaban los gritos de infinitas gargantas, el silbido de miles de flechas, el estruendo de los mástiles al desplomarse.

Busqué, en medio de la devastación, a La Égida de Tritea. Distinguí su estandarte un estadio más allá. Avanzaba veloz, dispuesta a clavar su espolón en la nave insignia de los persas. Sobrecogido, rogué a Poseidón que protegiera la vida de Temístocles y la del resto de maratonianos.

Mi hermano había reparado en la audacia del arconte. Vino hasta mí, alterado.

–¡Es la nave de Aravignes, el hermano de Jerjes! –exclamó–. ¡Pero otras dos la protegen! ¡Rodearán a La Égida de Tritea! ¡Temístocles está perdido!

Aminias no lo dudó. Le gritó al gobernador que diera orden de redoblar la cadencia de la boga, cosa que a mí entender resultaba imposible. Pero la dotación resopló, y en un esfuerzo supremo nuestra trirreme incrementó su velocidad hasta asemejarse a una flecha. Acortamos distancia yendo a caer por sorpresa sobre la banda de babor de la nave insignia. Nuestro ariete perforó su costado en un encontronazo brutal que nos hizo rodar a todos por la cubierta. Aravignes y los suyos, entonces, intentaron abordarnos por la proa. La estrechez de esa zona dificultó su irrupción en nuestra nave. Desde lo alto del castillete, los arqueros les asaetearon. El hermano de Jerjes fue el primero en perder la vida, acribillado por incontables dardos. Para desgracia de los bárbaros, Temístocles se había situado, a esas alturas, junto a su amura de estribor. Pude ver, en medio del caos en que se convirtió aquello, a Tisias y a Brisón pelear como leones, hostigando a los Inmortales, encaramados en la borda de su nave.

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Al poco, estando las cosas cada vez más favorables a nuestros intereses, otros barcos atenienses vinieron a reforzar la zona. Aminias, viendo que Temístocles ya no corría peligro, ordenó retroceder. La maniobra fue en extremo compleja, ya que el espolón de El Tridente de Poseidón mordía las entrañas de la triera persa. Fue necesario el concurso de toda la tripulación. Nos liberamos a golpes de hacha, sirviéndonos de puntales y arietes. Después, efectuada la ciaboga, encaramos la proa buscando reunirnos con las naves de Mégara y Egina. Desde la borda de la triera megarense, que navegaba a la par por estribor, nos hicieron reparar en dos naves que emprendían la fuga intentando fintar nuestras líneas.

–¡Es Artemisia! –nos gritó un hoplita–. ¡La reina de Halicarnaso!

Ergino aguzó la mirada.

–¡Es cierto, es ella! ¡Ese estandarte es el de Halicarnaso! –convino.

Nos lanzamos en pos de los dos barcos. No tardamos en dar alcance al más retrasado, pese a que el viento, en la dirección que habían tomado, que era la de los puertos, también les favorecía insuflando vida a su vela. Aminias, sirviéndose de señales, hizo entender a los de Mégara y Corinto que prosiguieran ellos en pos de la reina traidora mientras nosotros dábamos cuenta de la triera que la escoltaba.

En una carrera sin aliento, que acortó codo a codo la distancia que nos sacaban, conseguimos situarnos en su banda derecha. Cuando nuestros cascos chocaron haciendo crujir el armazón de las naves arrojamos sobre ellos nuestras jabalinas, aunque con poco éxito. Ergino se desprendió de su égida y de la sarisa y se hizo con un arco. Con la ira templada de Odiseo buscando venganza en Ítaca, tensó y disparó. La flecha silbó, yendo a clavarse en el corazón del timonel, que se derrumbó sobre la espadilla. La trirreme de Halicarnaso viró bruscamente en dirección a una pentecontera persa. Se embistieron de frente, proa contra proa, mientras nuestras gargantas se agotaban en un grito triunfal.

La reina Artemisia, de todos modos, logró zafarse de la enconada persecución a la que la sometieron megarenses y corintios. Viendo que una nave aliada –al mando de Damasítimo, rey de los calindeos– se interponía en su rumbo y obstaculizaba su huida, no dudó en dar orden de embestirla con tal de ponerse ella a salvo. Ignoro si Jerjes, que parecía tenerla en tal alta estima, logró perdonarle proceder tan deleznable. La trirreme calindea se hundió con celeridad, vi como su dotación se arrojaba a las aguas y perecía arrollada por las quillas de las muchas trirremes que libraban combate en la zona.

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Hacia el centro de la tarde eran incontables los navíos bárbaros que ardían y naufragaban en la vorágine de la batalla. Muchos, aplastados por la enorme presión de nuestra flota, acababan quebrándose contra el litoral, golpeándose entre sí hasta desarbolarse y hacerse trizas; otros, los más adelantados, sucumbían a nuestro acoso ordenado e implacable. Las tripulaciones persas, cuando el mar engullía los despojos que nuestra ira despreciaba, buscaban una salvación imposible en las aguas. Exhaustos y sin fuerzas se hundían con toda la panoplia. Y los pocos que lograban alejarse a nado de la locura y arribaban a la inmediaciones de Salamina eran masacrados por nuestros conciudadanos. Mujeres y ancianos les esperaban en las orillas, sobre las rocas. Armados con piedras, palos y lanzas les quebraban el espinazo o el cráneo así les veían arrastrarse exánimes. Sumidos en un colectivo estado de rabiosa enajenación no hicieron prisioneros. Exterminaron a todos cuantos cayeron en su poder, al igual que se arponea sin clemencia a los atunes cuando llegan en grandes bancos.

El Tridente de Poseidón combatió durante toda la jornada pese a los muchos boquetes y heridas que mostraba en su casco. Hacia el final del día habíamos mandado a los infiernos a una triera egipcia, dos naves fenicias y otras dos aqueménidas. Y en ningún caso perdonamos más vida que la de los galeotes. Ergino había vendado su hombro con fuerza; peleaba sin yelmo y con una espada que no era la suya. Yo andaba renqueante, apretando las mandíbulas, pues llevaba dos cuchilladas profundas y dolorosas en el muslo izquierdo. Agrades y mi hermano, mejor parados, se mantenían incólumes.

Fue entonces cuando la nave de Arístides el Justo, llamada Trueno de Zeus, cruzó su derrota con la nuestra. A grito en pecho, encaramado sobre el mascarón de proa, Arístides nos instó a seguirles. Venía de Salamina, donde había recalado para recoger a un buen número de hoplitas. De forma entrecortada, a través de las rachas del viento, logramos entender que un destacamento persa se había apoderado del islote de Psitalia y exterminaba, a su vez, a los náufragos griegos que alcanzaban sus calas.

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Viramos en redondo y pusimos proa a la isleta. El viento nos abandonó en esa ocasión y tuvimos que aproximarnos a golpe de remo. No tardamos en divisar a más de un centenar de bárbaros fuertemente armados. Las dos trirremes avanzaron por los bajíos hasta quedar varadas en la arena de una pequeña ensenada. Nos lanzamos al asalto. Fueron once los infantes que perdieron la vida en la toma de Psitalia ya que los persas ocupaban los pocos altozanos del lugar y eran excelentes arqueros. Codo a codo les ganamos terreno, impulsados por una furia de la que ellos adolecían. Finalmente, tras un rabioso cuerpo a cuerpo, al amparo de las égidas, logramos cercar a los pocos que aún resistían. Arrojaron sus armas y se rindieron. Pero Arístides no mostró piedad alguna. Ordenó ajusticiarlos. Lo hicimos sin titubear.

Salamina, al caer la noche, era un impresionante escenario de destrucción y muerte. Las aguas sarónicas se habían teñido de rojo, por doquier flotaban cuerpos desmembrados; el oleaje arrastraba mástiles, cuadernas, drizas, barriles, estandartes y velas. Sobre el tapiz oscuro del mar brillaban los incendios devorando los restos de la contienda. Los persas habían perdido decenas de miles de hombres y no menos de trescientas naves; las que restaban, maltrechas, huían hacia los puertos de Atenas, acosadas sin tregua por los eginetas.

La victoria era nuestra. Completa. Total.

Se había cumplido el Oráculo. Divina Salamina.

Pero una batalla no es la guerra. Aún serían precisas muchas argucias para ganarla. Y al final del día, de regreso en nuestros fondeaderos, la desgracia empañaría la gloria del triunfo.

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Autor- Julio Murillo

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