Jacques Tati contra los cretinos

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Comenzaré diciendo que soy un hombre que nunca tiene frío. Sólo siento frío cuando nieva copiosamente en Sevilla. Y entonces, cuando eso sucede, voy y me pongo dos calcetines en cada pie, como me recomendaba siempre mi bisabuela. Pero admito que algunas cosas me dejan helado. Y no hablo de cosas, hablo de casas.

Algunas casas tienen la extraña virtud de transmitirme un sentimiento gélido que me encoge el alma, o el ánimo, o yo qué sé. Me explicaré. La semana pasada unos conocidos organizaron una comida para celebrar la inauguración de su fastuosa vivienda. Llevaban dos años rodeados de arquitectos, planos, maquetas y muestras de materiales. Cuando yo les oía hablar de su faraónica mansión ultramoderna —los que se construyen ese tipo de casas se vuelven monotemáticos—, me entraba, invariablemente, vértigo, sudor frío. Hablaban —¡malditos terrícolas!— del precio por metro cuadrado de revestimientos, o de técnicas de pulido del cemento, y yo echaba cuentas y me mareaba. Con lo que pensaban invertir sólo en un determinado pavimento, yo podría vivir dos o tres años… 

Y es que no se trataba de una adosada al uso, de un pisito espacioso, de una unifamiliar lujosilla. No, nada de eso. Estaban construyendo una casa aislada, de ésas que parecen un gigantesco cubo a lo Mies Van Der Rohe —a base de cemento, aluminio, e inmensas láminas de cristal que hay que mover con grúa—, de más de cuatrocientos cincuenta metros cuadrados habitables, repartidos en dos plantas; con jardín, cenadores, terrazas, piscina, garaje, porches, y todo lo imaginable, incluyendo un descomunal salón comedor, con techo de doble altura, y un invernáculo central de cristal en el que decían que colocarían nenúfares y un Buda gigante. Si Buda levantara la cabeza les patearía los huevos sin clemencia, por idiotas. En resumidas cuentas: inauguraban un capricho ostentoso y diferencial que, calculando por lo bajo, debía rondar o quizá superar el millón de euros. 

Cuando entré en la magnífica propiedad me arrugué como una pasa de Corinto. Me invadió la soledad del desierto, temblé de los pies a la cabeza, zarandeado por un soplo de aire helado que parecía llegar desde Islandia. Enfundado en las zapatillas de toalla que repartieron, caminé perdido por aquel impoluto suelo de pizarra y madera de cedro del Líbano, intentando encontrar algún vestigio de familiaridad en las vastas superficies de cemento pulido; paredes vacías, imponentes —más interminables que la Ruta 66 estadounidense—, de ésas en las que colgar algo parece sacrílego, amén de que hay que tener arrestos para resolverse a poner alguna mamarrachada que no sea una mamarrachada de Tapies, de ésas de cien mil euros el brochazo cuadrado.

Mientras todos se hacinaban —¡Malditos terrícolas!— intentando hacerse con un pececito de pan o con una oliva –el aperitivo fue minimalista, ad hoc…– me dediqué a calcular lo que deberían pagar mensualmente los orgullosos propietarios de ese inmenso ataúd en calefacción, jardinería o limpieza. Casi me da una linotipia, perdón, una lipotimia, cuando les escuché explicar que el mantenimiento de los cristales correría a cargo, una vez al mes, de una empresa especializada, pues era necesario montar andamios dada la tremenda altura de las láminas.

«Me descubrí de inmediato canturreando la deliciosa melodía de «Mi tío» —«Mon Oncle»—, la  magistral película de Jacques Tati, como único antídoto contra la estupidez humana…»

Mareado me dirigí a la cocina, atravesando océanos de soledad despojados de cuadros, huérfanos de alfombras, sin apenas muebles —porque según decían, el mobiliario debía ser mínimo y muy exclusivo—, buscando el calor de una chimenea cuyo fuego, cómo no, se regulaba por mando a distancia. Desde allí miré al jardín de acceso a la casa, y me abstraje en su contemplación mientras me metía snacks de pescaditos de pan en la boca. Supongo que eso activó mi subconsciente, pues me descubrí de inmediato canturreando la deliciosa melodía de «Mi tío» —«Mon Oncle»—, la  magistral película de Jacques Tati, como único antídoto contra la estupidez que me rodeaba, y preguntando a los anfitriones, tras la comida —catering, of course, porque ese par de merluzos no sabe ni batir un huevo— si tenían previsto colocar un surtidor en forma de pez metálico decorando el jardín, frente a la puerta principal.

Me miraron como quien mira a un marciano. Pero yo, que ya jugaba al póquer de joven, aguanté impertérrito la postura. Les dije, en ese tono serio que se debe emplear cuando uno se embarca, a sabiendas, en una falacia de «báculo o de autoridad», que los peces metálicos, sobre todo los oxidados, tipo pez espada, hincados perpendicularmente en un bloque de mármol negro, a ubicar en el centro de un estanque, se llevan mucho en decoración moderna de exteriores actualmente, y que epatan a las visitas a golpe de chorrito. Cuanto más alto mejor. Tanto senté cátedra que acabaron comentando entre ellos que valdría la pena mirarlo y preguntarle a su decorador. Me largué de esa casa, al rato, con la sonrisa más malévola que jamás ha colgado de mis labios. Por suerte no captaron mi ironía. A Tati no lo conocen ni de oídas. Bueno, ni a Tati, ni a Bergman, ni a Buñuel, ni a Sabato, ni a Faulkner, ni a Lloyd Wright, ni a Gengis Khan. Y es que el dinero fácil y la cultura rara vez se dan la mano.

SAPIENTUM POST EVENTUM 

Les recomiendo encarecidamente que siempre que se vean rodeados de cretinos, de gente banal, de idólatras del ego, de onanistas y de mediocres —es decir: de malditos terrícolas a exterminar—, tarareen o silben la inefable melodía de «Mon Oncle». Si no la recuerdan no se preocupen porque yo les refresco la memoria dejándoles tras estas líneas el soundtrack del inolvidable tema principal. Y una foto de lo bonitos que quedan los jardines con un pez metálico que lance chorritos de agua controlados por mando a distancia. Y si no han visto ustedes la película de Tati… shame on you!

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