Morir en las cantinas

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María Félix-interior.jpgSi una bomba nuclear hiciera cine, tendría la mirada de María Félix (1914-2002). Algunos impíos afirman que no era una gran actriz, pero la afirmación es errada porque, a las mujeres como ella, les basta ser lo que son para llenar de sí la gran pantalla. La recuerdo en “Enamorada”, el largometraje que el “Indio” Fernández dirigió en 1946 con fotografía de Gabriel Figueroa. Vean a La Doña haciendo de Beatriz Peñafiel pistola en mano mientras su padre, el rico hacendado Carlos Peñafiel, va al encuentro de los revolucionarios que han tomado Cholula. Antes él le ha hecho a su hija una advertencia formidable: “hay que enfrentarse a esta gente con dignidad y valor. Nosotros somos lo que somos y ellos son… lo que son”.

Ella fue lo que fue toda la vida. Carlos Monsiváis —¡ay, cómo lo extraño!— le dedicó una frase memorable: “La mujer circundada por adjetivos a modo de lámparas votivas: alucinante, inesperadamente tierna, despótica, lúcida, narcisista al punto de la autofagia…”. La quisieron todos, desde Agustín Lara a Diego Rivera. Se casó cuatro veces y tuvo, como dice Andrés Amorós, “innumerables amoríos”. Entre sus maridos estuvieron el ya citado compositor del chotis “Madrid” y el inmortal Jorge Negrete, “El charro cantor, que vino porque vino a la feria de las flores y trae pistola al cinto y con ella da consejos”. Lara le escribió “María Bonita” después de una bronca (Monsiváis dixit) no tanto para celebrarla, sino para que el mundo supiese cuánto la amaba. Hay cosas que, si no se pregonan, no sirven.

María Félix estaba en la Monumental de México la tarde del 9 de diciembre de 1945 cuando Manolete brindó a toda la plaza su primer toro. El segundo le pegó una mala cornada. Se cuenta que también estuvo en Linares la fatídica tarde de 1947 cuando Islero —495 kilos de miura— le seccionó la femoral derecha al cuarto califa del toreo. Quizás no sea cierto, pero si no estuvo, debería haber estado. De lo suyo con Luis Miguel Dominguín, he escuchado versiones contradictorias, pero lo cierto es que el 12 de diciembre de 1952, día de la Virgen de Guadalupe, el diestro madrileño, vestido de rosa y oro, le brindó un toro en voz alta: “¡Por nuestros recuerdos!”. El rumor corrió de tendido en tendido hasta estallar como una refinería de petróleo en llamas. No hizo falta más. Como sentenció Juan Gabriel: “dicen que lo que se ve no se pregunta, m´hijo”.

«En un tiempo de vulgaridad, María Félix es una celebración de la clase, la distancia y el legítimo orgullo de ser “lo que somos” …/… La Doña daba respuestas que terminaban matando las preguntas.»

En un tiempo de vulgaridad, María Félix es una celebración de la clase, la distancia y el legítimo orgullo de ser “lo que somos”. “¿Y a usted qué le importa mi edad, si yo no le pregunto por qué no se ha hecho la cirugía plástica?”. La Doña daba respuestas que terminaban matando las preguntas. Habla de nuevo Diego Rivera: “María nos obliga a olvidar que es una belleza”. Sí, era bella, pero eso no es lo que nos enamora. Hay infinidad de mujeres bellas, pero ninguna de ellas es María Félix. ¿Mito? Desde luego, para eso vamos al cine. Para eso vemos la televisión o leemos novelas. Los mitos nos enseñan algo que no forma parte del “mundo” pero que no por eso es “falso”. Indica algo cierto: la verdad, la belleza, la búsqueda del amor verdadero del pirata Roberts, la isla del tesoro. A diferencia de la República Catalana —que simplemente no existe, idiota— los mitos del cine y la literatura señalan lo que intemporalmente es cierto: la amistad de Han y Chewbacca, la cabalgada de los jinetes de Rohan frente a las murallas de Minas Tirith, el reconocimiento de Ulises por parte de su perro ciego; el combate, en fin, contra la vulgaridad, la fealdad y la cobardía que María Félix representa.

“Soy mujer de corazón de hombre”. Escándalo de bienpensantes, ofendidos profesionales y piquetes moralistas, La Doña hizo lo que le vino en gana. Ella denunció las violaciones, el maltrato, el machismo, los abusos con un lenguaje mucho más duro y convincente que el acuñado por la neolengua políticamente correcta: “para tener un mejor lugar hay que tener valor, hay que saber que la verdad es lo único que nos va a salvar, y que nos haga mejores personas, protesten, quéjense, no se dejen, prepárense, hagan de su vida lo que ustedes desean y no lo que sus hombres les permiten ser”. Y lo dijo así, mirando a la cámara, resplandeciente de azul y oro, con el puño cerrado, como si fuera una princesa azteca llamando a la guerra por todo el imperio. “Si no hay disciplina, cuesta mucho trabajo vivir”.

«La Doña hizo lo que le vino en gana. Ella denunció las violaciones, el maltrato, el machismo, los abusos con un lenguaje mucho más duro y convincente que el acuñado por la neolengua políticamente correcta.»

Nuestra dama no ejercía ese victimismo cursi y facilón que tanto prolifera en nuestros días. Al contrario, volaba tan alto que le daba alcance a cualquier caza. “Donde estoy yo está la suerte”. “A mí no me gusta el pasado, me gusta el presente”. No huyó de nadie. Se enfrentó a todos y a todos los sedujo, los asustó o los derrotó. “Yo no necesité llegar, yo ya estaba”. Creo que los dandis canónicos como Wilde o Lord Brummel, hubiesen suscrito la vida y las palabras de La Doña. Frente a la anulación del individuo en el colectivo, esta señora arroja la mirada como lo haría la Victoria de Samotracia: desde la altura del vuelo. Para los llorones, los lloricas y los lacrimosos recurrentes —impostores del verdadero llanto— María Félix también tiene un mensaje: “a mí recordar no me gusta tanto porque, a veces, se llora por dentro, y mejor que llorar por fuera; por fuera, nunca”. En una época en que, por desgracia, los grandes debates de nuestro tiempo no se ganan dando razones sino dando pena, ella es un ejemplo de elevación insuperable: “el arte nos salva de muchas cosas, nos hace olvidar muchas cosas”. Ahí está ella para demostrarlo.

Vicente Fernández cantaba en “Mujeres divinas” que “pudiéramos morir en las cantinas / y nunca lograríamos olvidarlas”. Es cierto. Uno puede ver modelos, “instagrammers”, “influencers” y, en fin, bellezas infinitas y pasajeras; pero luego vuelve La Doña, cigarro en mano, reclamando su lugar y ahí sí ni modo.

Porque sabemos que, de alguna forma, ese lugar también es el nuestro.

Ricardo Ruiz de la Serna

 

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Ricardo Ruiz de la Serna, entre otras cosas, escribe crítica de cine y libros. Le gustan el blues, el klezmer y el flamenco. Lee con devoción a Joseph Roth, a Bashevis Singer y a Anna Ajmatova. Es taurino, viajero y coleccionista. Ama el mar, el desierto y la montaña. Toma el café como los árabes, el té como los marroquíes y el arroz como los chinos. Tiene perfiles en Twitter, en Facebook y en Instagram.

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