Gala de los Goya 2019

juan poz

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La peor película del cine español

Solo desde las páginas de Baudrillard y su teoría de los simulacros en abismo se entiende el ridículo de una Gala tediosa y endogámica.

Nunca veo la Gala de los Goya de principio a fin, pero mi actual desempeño como crítico oficial de cine de la revista Ataraxia Magazine me han obligado a ello, para deleite de mi «Conjunta», que siempre las veía sola o con mi hija, hasta que a ambas las derrota, como ayer, el denso efluvio de Morfeo que la Gala difunde y cuyos efectos pudimos comprobar en los indisimulados bostezos de algunos asistentes y, sobre todo, en los esfuerzos crueles por despertar a la sacrificada hija de la pareja matrimonial que presentó el chou para responder al saludo de sus progenitores. Con decir que Buenafuente y Silvia Abril (a quien no conocía absolutamente de nada, ni siquiera como pareja del presentador, porque en el extraordinario Nadie sabe nada, en la SER, habla de ella, pero jamás ha dicho su nombre, hasta donde yo he oído, claro…) presentaron la gala como si lo estuvieran haciendo en la radio, ya lo digo todo. Sin pecar de crueldad para con el tedioso ritual del famoseo cinematográfico, con sus paseos por el escenario, hiperforzosamente acompañados de algún chistecillo barato, o de algún comentario para los que están “en el ajo” —grillado, por supuesto—, ¿de verdad que la Academia no ha de repensar un mecanismo de tortura tan sofisticado como con el que aburre al más entregado seguidor de esos chous de la vanidad y la falta de escrúpulos?

Hay una Gala de los Goya que se comenta “en clave” y que responde a la lectura “transgresora” del protocolo en la encendida defensa de las más nobles e innobles causas, porque de todo hay, desde la lucha contra la violencia de los hombres contra las mujeres hasta el antisionismo visceral, pasando por declaraciones cromáticas de intenciones políticas inequívocas, como el gran vestido amarillo que formaría parte de la cuota, imagino, que el matrimonio de presentadores negociaría para avenirse a presentar la gala espanyola.

«¿De verdad que la Academia no ha de repensar un mecanismo de tortura tan sofisticado como con el que aburre al más entregado seguidor de esos chous de la vanidad y la falta de escrúpulos?»

Dos fueron, a mi juicio, los auténticos “triunfadores” de la noche: Jesús Vidal, premio al actor revelación por Campeones, cuyo discurso merece los honores de la edición y, sobre todo, por el emocionante broche final: “Yo quisiera tener un hijo como yo porque tuve unos padres como vosotros”, si no recuerdo mal. Una dedicatoria que a todos los padres con hijos como él, y a todos cuantos viven intensamente enfermedades mentales de sus hijos les instaló un nudo inmenso en la garganta y un agradecido chorreón de lágrimas en los ojos. Y Rosalía, cuya interpretación del tema de los Chunguitos, Me quedo contigo, a manera sinfónica me pareció, como se solía decir, ¡un bombazo! Que lo hiciera, además, con el Coro Jove de l’Orfeó Català, era, para muchos catalanes, una señal inequívoca de por dónde han de ir los abrazos de la reconciliación en nuestra tierra. Seré raro, lo admito, pero aún no había oído cantar jamás a Rosalía. Ayer quedé devoto. Supera, incluso, la versión que hizo Antonio Vega.

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De la Gala de los Goya siempre me ha llamado la atención el hecho insólito de que personas que saben representar a otras con tanta perfección, como han demostrado en innumerables películas, suban, caso de llevarse el “cabezón”, al escenario y sean tan incapaces de representarse a sí mismas con idéntico grado de convicción y persuasión con que lo hacen con las de las películas. Un enigma. Hay grandes cantidades de vergüenza ajena que los espectadores ponen de su parte y que, con una concepción de la gala que no respondiera a la teoría de los simulacros, acaso pudiera sortearse. “Repensarla”, diríamos ahora.

«Y así fueron sucediéndose premios tras premios hasta los bostezos finales en un ritual perfectamente engrasado para conseguir un aburrimiento total.»

Todo gira en torno a cierta complicidad endogámica que no necesariamente comparten los no aficionados, y ni aun los aficionados como yo mismo, sensibílisimo a las grandes muestras de talento que exhibe cada año el cine español e insensible, totalmente, a las minucias sobre las que se construye una Gala que está reñida con el espectáculo. Y si es espectáculo, es pobrísimo. En tantas horas de emisión es cierto que hay, como en las boticas, de todo, pero esos “momentos estelares” para tantísimos profesionales que ven recompensados sus esfuerzos —¡las antiguas bandas escolares de los primeros de la clase!— tienen de espectáculo lo que yo del famoso Obispo de Manila, que decía el otro. Pongo el acento en el “diseño”, porque es ese guion el que provoca que actores y actrices de reconocida solvencia hagan el más bochornoso de los ridículos incluso para reclamar, como en el caso de los cortometrajes, que se hiciera algo con más “eco”. Que en el popurrí del bombo se mezclaran la Tuna, creí ver incluso a Ignatius Farray y los batuqueros —¡Ay, Calanda del alma mía!—, entre otros, tuvo un “momento surrealista” que culminó, sin embargo, en la entrega de los efectos especiales, con Broncano y Romero suspendidos por mortificante suspensorio… Y así fueron sucediéndose premios tras premios hasta los bostezos finales en un ritual perfectamente engrasado para conseguir un aburrimiento total.

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Respecto de las películas premiadas y no premiadas, ¿qué se puede decir, cuando es tan opaco el sistema de votaciones, del que nunca se habla? Parecía que todo se iba repartiendo un poco, que de eso también se trata, pero justo antes de la gala, ayer mismo, fui al cine a ver una película española que tenía muchas ganas de ver: Yuli, de Iciar Bollaín. Bien, pues puede decirse: Yuli fue la gran olvidada por la Academia en el reparto de los Goya. Una obra excepcional de Bollaín que se quedó sin ninguna recompensa. Les recomiendo que vayan a verla cuanto antes, porque duran poco las películas españolas en cartelera. El reino tuve que verla en casa porque no duró ni una semana ¡en un solo cine! en Barcelona… La próxima que iré a ver, si la encuentro, será Quién te cantará, de Carlos Vermut, que también ha sido marginada por los académicos, ¡y no digamos por las distribuidoras! Todo esto nos dice que dentro de la industria se libran también algunas batallitas en las que no todos los intereses responden a la mejoría de nuestro cine, porque, si no, no se explica que tenga tan poca cuota de salas.

Finalmente, de los presentadores, que parecían una parodia de aquellos matrimonios casposos que tuvieron un excelente éxito de público en La 1, en un programa de José Luis Moreno, Pepa y Avelino o algo así…, solo puede decirse que trataron de no molestar en exceso, aunque en ningún momento tuvieron ni pizca de gracia, como tampoco la tuvo la parodia de Groucho que, al parecer, usa Buenafuente en su “late show”. Desangelados y con escasa compenetración como pareja cómica —¡lo que eché de menos la presencia de Berto Romero, su pareja “natural”…—, insisto en que intentaron ser respetuosos con los verdaderos protagonistas: los excelentes profesionales a quienes se reconocía, pero no acertaron con el tono, muy apagado, ni los guionistas, digámoslo en su descargo, supieron darles vehículo apropiado para el posible lucimiento. Algo más de pena que de gloria, sin duda, aunque, al final, con un vestido como los de la Consejera de Cultura de la Generalidad, hicieron el guiño que debieron estimar como el mínimo imprescindible de rancio y friquiluño secesionismo con el que poder cubrirse la espaldas en el terruño, donde llueven las descalificaciones como otrora los cuchillos largos en la célebre noche alemana.

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Francamente, no creo que vuelva a someterme a semejante ordalía como contemplar, ¡íntegra!, semejante Gala tan escasamente vistosa y visible, porque mis críticas pueden demostrar que no me mueve sectarismo alguno contra el cine español, al que sigo (y aún persigo…) con profunda delectación y no poca admiración, pero que tantísima calidad como en él se atesora sea incapaz de confeccionar un humilde programa de televisión, capaz de mantener la atención del espectador durante algo más de dos horas, me sigue pareciendo un insondable enigma que alguien habrá de descifrar algún día. A ver si para entonces, si el cuerpo aguanta…

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Juan Poz forma parte del elenco de escritores que da forma semanalmente a Ataraxia Magazine. Puedes seguirle en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz» y en su blog de crítica literaria «Diario de un artista desencajado»

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Autor- Juan Poz

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