Uno y Ella…

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 Uno y Ella

Discreto homenaje a Alfredo Pérez Rubalcaba, muerto súbitamente en la flor de la edad: una meditatio mortis.

POR JUAN POZ

 El último oxímoron.

Alan Watts: Jung señaló alguna vez en broma que la vida  misma es una enfermedad con un pronóstico muy grave: dura años y años y siempre termina causando la muerte.

Uno, porque siempre se es uno ante Ella, ignora en qué momento se consumó, como hecho incontrovertible, su presencia en su vida, su insidia, su ambigua malquerencia, su ofensa. Vive Uno tan tranquilo y, de la noche a la mañana, como que se le queda cara de despedida. Se deja el, desde ese momento, perecedero Uno invadir por un gélido aire de apego a lo que le rodea e incluso a lo que se le enreda dentro. Lo que hoy es, mañana no será. La mirada que se derrama hacia fuera y hacia dentro en un pendular movimiento perezoso, artrítico, nunca sabe a ciencia cierta dónde detenerse más, porque mejor es imposible que lo haga, una contradicción hiriente. No hay nada bueno en dejar de poseer lo único que tiene ese Uno sorprendido por una sombra aciaga que, como el agradecido orvallo para los campos, va empapando su día a día con sombrías perspectivas frente a las que no hay procrastinaciones que valgan. Por imposible que a ese Uno se le represente perder el impulso vital que ha presidido toda su larga vida, esa costumbre arraigada de vivir proyectado hacia el futuro, sin desatender al inaprehensible presente,  lo cierto es que un pésimo día esa presencia hostil se enseñorea de su vida y se afana en dictarle no solo el humor, sino hasta el desamor.

1515552556282708187Uno perplejea cómo haya sido posible semejante invasión sin haber siquiera intuido la mera posibilidad de la misma. Pero ya es tarde, cuando Ella ha hecho acto de presencia. Todo cambia. La vida de Uno ya no es la misma, y lo que teme, Uno, sobre todo, es que él mismo deje de ser quien hasta ese momento había sido. No hay cambios espectaculares, mudanzas inverosímiles, ¡ni mucho menos transformaciones kafkianas! Sorprende mucho la presencia de paz romana que tiene la invasión, porque ni siquiera ha podido presentarse batalla, numantina o no, contra la terrible descortesía. Hacia dondequiera que Uno posa su vista, advierte señales de fugacidad, mensajes de disipación. Las venerables leyes de la costumbre, de los hábitos, de la bendita rutina…, han sido dinamitadas, pero sin estruendos aparatosos y efectistas.

Uno ha entrado en pérdidas, sin haber tenido otro beneficio que su propia vida, ahora puesta entre paréntesis, como un mero epifenómeno de la memoria. Contempla sus posesiones más preciadas, las librerías que albergan en sus estantes, ordenadas, las voces de la amistad y de los retos, y se pregunta sobre cuál de ellas se posarán sus ojos y a cuál de ellas se abrirán sus oídos cuando Ella mute su presencia en la imantadora ausencia definitiva. Abre sus cuadernos y se le hace muy cuesta arriba llegar a imaginar qué estará escribiendo en el momento decisivo, incisivo, abrasivo. No emotivo. No hay emoción en su compañía ni deseada ni desdeñada, sino silencio y una frustración airada. Enojarse es, propiamente, posar los ojos sobre Ella y saberse impotente, inerme. No hay fuerzas ya, sin embargo, para contradecirla o para rebelarse puerilmente.

A Uno le sorprende, con todo, la naturalidad con que acepta la compañía alevosa y diurna, porque, contra la opinión general, Ella no suele llegar de noche, ni aunque Uno padezca un insomnio pertinaz en el que, acaso, tuviera más sentido-¡que nunca lo tiene!- dicha aparición. No, no hay fantasmagoría posible, sino un orden riguroso y casi aséptico, aunque sin rituales extemporáneos ni parafernalias efectistas. Digamos que sus maneras corteses le permiten situarse junto a Uno con la dulce naturalidad de lo inexorable, y Uno agradece su discreción y sus modales ceremoniosos, armoniosos, que rehuyen toda estridencia. Uno está tentado de decir que, como la costumbre, que es segunda naturaleza, Ella es algo así como una nueva piel superpuesta a la que Uno ya no perderá, después de las muchas mudadas a lo largo de su asendereada existencia, y a la que sofoca, pero sin forzarla. Complejo mundo de respiraciones cruzadas. No hay momento de la vida cotidiana en el que Ella esté ausente, como si su poder midásico mudara, subrepticiamente, cualquier realidad en una oscura página indescifrable del libro del olvido.

Libro Juan Poz-OK

Uno se va con Ella, pero Ella no tarda en deshacerse de Uno. Estando en vida, no hay ni vida ni esperanza. Ante Uno se abre la gran explanada de los campos elisios como burda ensoñación que su presencia alienta con fervor bondadoso, pero la poesía naufraga en las visiones de ultratumba y Ella tampoco está especialmente dotada para la lírica consoladora, ¡y no digamos para la prosa de la obviedad! A Uno le desconcierta la instantaneidad de la aceptación, su súbita aquiescencia. Nunca había imaginado nada al respecto por el propio respeto a sí mismo: engolfado en el sinvivir de la vida acezante, ¡cómo iba a permitir que su negación  formara parte del mismo presente! Ahora, sin Síguenos en Twitterembargo, que Uno la ha descubierto, casi como sin querer…, a su lado, ¡qué ajados advierte aquellos afanes del entusiasmo! Cree advertir, incluso, una leve y brillante pátina de impostura en ellos. Se niega a aceptar que Ella sea quien haya desgarrado el velo de Maya, enfrentándole a la realidad de realidades, única inmutable. Lo cierto es que Uno, al contacto con Ella, se ha vuelto más grave, pero no más triste; más peripatético, pero no más sereno; más intuitivo, pero no más sagaz. Uno se queja, básicamente, de la alteración de los ritmos… En ello sí que advierte una rotura, una quiebra. Ni los ritmos internos de su propio cuerpo ni los externos de la naturaleza parecen tener ya capacidad ninguna para pautarle la música de su existencia. Ensordecer es otra manera de perecer.

En compañía de Ella, Uno se va acostumbrando poco a poco a la distancia, al desasimiento, al desprendimiento. Como el poeta que se preciaba de hacer el inconcebible viaje del morir  sin equipaje y desnudo, como los hijos de la mar, Uno no ignora lo consolador de no dejar tras de sí riqueza ninguna y el desasosiego relativo de las deudas infinitas con el conocimiento que contrajo su ignorancia… La presencia de Ella supone la pérdida de la inocencia, la muy severa de la ingenuidad y la archiingrata Síguenos en Facebookde la espontaneidad. No es tanto la asunción de la censura previa, que también, cuanto la insufrible carencia de libertad. Uno tiene todita la sensación, a pesar de su longeva edad, de que Ella lo lleva de la mano como a un niño al que prohíbe más que protege. Uno no tiene humor ni para releer La risa en los huesos, de Bergamín, que murió tan enteco como vivió; menos aún para ver El séptimo sello, de Bergman, y se niega a ponerle a su relación con Ella la banda sonora del Réquiem de Mozart. Uno no está por atender a los demás, ¡tan circunstanciales!, y le maravilla que confundan una honda impresión con una profunda depresión, que es desafección ómnibus de este tiempo, y un poco de todos. Uno tiende a recluirse en sí mismo, donde sabe que todo concluye, siguiendo el dictum célebre de Quevedo: Vive para ti solo, si pudieres, pues solo para ti, si mueres, mueres.

Juan Poz-FirmaPuedes seguir a Juan Poz en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz» y en su blog de crítica literaria «Diario de un artista desencajado»

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