Amar el Western

Amo el crepúsculo. Amo los grandes espacios. Amo las siluetas de jinetes solitarios cabalgando hacia un horizonte infinito, bajo cielos majestuosos poblados por nubes pintadas de un solo trazo por la mano de Dios

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… Amo el polvo del camino que levanta el trote de los caballos antes de esfumarse en el aire. Amo a los hombres que beben a la luz de la luna y a los vaqueros que mascan tabaco y toman café mientras comparten sus sueños siempre aplazados alrededor de una hoguera. Me fascinan los hombres que se guían por la estrellas y la posición del sol, que se enfrentan solos (o en compañía) a la Naturaleza sin tener del todo claro cómo llegar a su destino, sin tan siquiera saber cuál es su meta ni si llegaran a ella, sin saber si su fin está cerca, tal vez más allá de esas montañas…

… Amo a los solitarios que crearon una civilización sin perder de vista su instinto primitivo, que es el que les mantuvo vivos hasta lograr morir como leyendas. Amo a los forasteros, esos individuos a los que se mira con curiosidad o recelo. Amo a los hombres nobles que se enfrentan cara a cara con sus rivales mientras los cobardes y los traidores amenazan sus espaldas sin que eso parezca importarles.

Amo la serenidad y los reflejos del que se ha acostumbrado a enfrentarse a diario con la muerte. Amo los tipos duros, siempre tan atormentados y vulnerables. Amo a las mujeres con carácter que los aman enfrentándose a ellos. Amo a los héroes, sobre todo si están cansados. Siempre me ha gustado tener héroes. Y siempre he necesitado villanos a los que enfrentarlos. Hay que saber distinguir el Bien del Mal, ¡qué demonios!, digan lo que digan.

¿Cómo no amar los westerns? Llegados de un país y una época tan lejanos pero tan cercanos en el alma. Poemas en prosa o narraciones épicas, poco importa, que beben como ningún otro género cinematográfico de la tragedia griega que nos fundó. Hombres, caballos y armas. Mitos. Soledades que se encuentran para chocar o fundirse, retarse o ayudarse, siempre para intentar sobrevivir.

En el western el tiempo se te pega a la piel mientras pasa cubriéndote el rostro de arrugas en las que se cuela el polvo del desierto. En el western la vida adquiere todo su valor porque el precio es a menudo bajo pero la pérdida siempre enorme. Todo pende de un hilo. En el western se te ofrece la oportunidad de encontrarte a ti mismo. Del valor o la destreza de uno depende perderse o no en el camino, como le pasaba a Ulises.

En un western nadie sale indemne, jamás. Demasiada violencia. Y sin embargo la redención es posible hasta en el último suspiro. O cuando con un gesto bendito de sus poderosos brazos, Ethan eleva al cielo a aquella a quien creyó odiar de tanto amarla. El western, momento de transición hacia la civilización: salvaje, épico, lírico, heroico, melancólico, pero sobre todo hermoso. Amo su belleza, porque esta consiste en existir. El western, género único, género rey. Único género en el que ni siquiera un bodrio deja de ser hermoso. Dios bendiga con esa condena al western. Por y para siempre.

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Si me preguntan cuál es mi western favorito… nunca lo he sabido. Al pedirme que haga una lista de los diez o doce westerns que más me han marcado, me ha venido a la memoria casi medio centenar. Y los que olvido. Y los que aún tengo que descubrir, pero esa es otra historia. Yo he mamado en mi infancia el western mítico de los orígenes y las óperas de Sergio Leone, antes de crecer empapándome de los desmitificadores y sucios westerns americanos de mi particular década prodigiosa, la de los años setenta, en la que el lamento por la muerte del western se convirtió en letanía repetida hasta la saciedad por quienes en el fondo de sus corazones habían dejado de amar el género. Y, sin embargo, la terrible belleza de Sam Peckinpah también estaba allí, tal vez para morir, pero en plenitud de facultades, con la dignidad del aristócrata vencido, lúcido y grandioso que siempre fue.

Sí, de niño ahí estaban John Wayne, Gary Cooper, James Stewart, Gregory Peck, Kirk Douglas, Henry Fonda, Richard Widmark y hasta Randolph Scott como modelos a los que emular o villanos a los que admirar en secreto sin dejar de desear que el bueno acabara con ellos. Dichosa ambigüedad moral la del western, en la que un disparo y el paso de la vida a la muerte se permiten la insolencia de ser elegantes.

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Bien, como dicen, no están todos los que son pero sí son todos los que están, así que ahí va una muestra conscientemente incompleta de algunos de los westerns que amo con devoción.

PASIÓN DE LOS FUERTES (My Darling Clementine, 1946) de John Ford

Ver caminar a Henry Fonda es uno de los mayores deleites que ha ofrecido el cine. Espalda recta, andar pausado, indolente arrastre de brazos movidos como péndulos, he aquí el porte en su estado más puro. Su Wyatt Earp jamás ha sido superado y ningún duelo en OK Corral ha igualado a este prodigio de perfección que se erige, desde mi particular punto de vista, como la obra maestra de John Ford. Es impecablemente clásica e imperecederamente moderna. Ahí está todo: el héroe herido, carismático, seductor e inescrutable; el amigo del héroe, Doc Holiday, un inmenso e imponente perdedor que dio a Victor Mature la ocasión de demostrar que era un actor con todas las de la ley; los malvados Clanton, una familia endogámica y sucia que no tiene nada que envidiar a la de La matanza de Texas y que está capitaneada por un insólito Walter Brennan que borda la ruindad moral en estado diamantino; la dama respetable y la puta de gran corazón, mujeres condenadas a vivir su condición hasta el final, he ahí su tragedia. Una venganza oculta bajo el manto de la ley y convertida en un enfrentamiento mítico. Ahí están: el tiempo que pasa, discreto e indolente; la ociosidad con olor a colonia; un baile o un Shakespeare extraviado en medio del salvajismo que rompen la monotonía. El viento, el silencio, la lentitud, la serenidad, la solemnidad que preceden al estallido final de violencia. Sí, el western es puro Arte y John Ford su orfebre más depurado.

CIELO AMARILLO (Yellow Sky, 1948) de William A. Wellman

He aquí un western abstracto en el que algunos elementos esenciales del género se ven reducidos a la mínima expresión, anticipándose a las futuras siete joyas que Budd Boetticher rodará con Randolph Scott. Está ambientado en una ciudad desierta habitada sólo por un anciano buscador de oro y su hija, espacio fantasmal al que va a parar una banda de ladrones en fuga tras atravesar un desierto que casi acaba con ellos. La codicia hará su aparición cuando sale a la luz que hay oro escondido en la zona. Su primera y mayor virtud es que ninguno de los personajes es bueno pero todos poseen la extraña y limpia nobleza del ser primitivo, la que aflora incluso cuando se enfrentan a muerte en un final rodado y montado con apabullante elegancia. El western como elogio y recreación poética y estética de la prehistoria.

RÍO ROJO (Red River, 1948) de Howard Hawks

Howard Hawks, hombre cultivado y sofisticado que supo como nadie igualar a las pinturas rupestres de los cavernícolas, tal es la limpieza de su mirada prístina. Asistir al nacimiento del oeste es como asistir al nacimiento del arte, al nacimiento del cine, al nacimiento del mundo, al nacimiento de la mirada. Ahí es nada.

EL HOMBRE DE LARAMIE (The Man From Laramie, 1955) de Anthony Mann

El estallido del color y el Scope en mi universo western. Podría citar la mítica, mística y descomunal Centauros del desierto para hablar de héroes atormentados, pero prefiero hacer mención de este film sublime y moral en el que el odio, el ansia de venganza y la traición son menos visibles pero más destructivos que la violencia física. Grandes espacios para que el rencor carcoma el interior de las pequeñas figuras que se mueven en ellos. No hay escondite para los ladrones, asesinos y traidores, no hay heroísmo para los redentores porque son ellos quienes deben alcanzar la redención. Siempre la ambigüedad moral, siempre la violencia. Una dicotomía infernal. Y sin embargo, cuánta grandeza en la ira a veces injusta de los justos.

EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE (The Man Who Shot Liberty Valance, 1960) de John Ford

La modernidad y el clasicismo de Ford regresan, marcados por la melancolía del poeta que, a pesar de haberlo visto y contado todo, aún tiene fuerzas y energía para mostrar el advenimiento de la modernidad con tanta serenidad y melancolía como grandeza lírica. Canto fúnebre a un oeste que se ve sustituido irremisiblemente por la civilización y la ley, por la república, la libertad de prensa y la figura del ciudadano, en el que los bárbaros ya son sólo eso, brutos, y en la que los primitivos nobles poseen la grandeza de sacrificar su estatura moral para dar paso a un mañana desagradecido que los excluye pero que saben inevitable. Film de tristeza infinita porque nace de la Verdad que se oculta tras las leyendas. Una Verdad, eso sí, que debe ser contada con pudor, porque esto es el oeste, señor, y cuando la leyenda es más hermosa que la verdad, nosotros imprimimos la leyenda.

RÍO CONCHOS (Rio Conchos, 1964) de Gordon Douglas

Aparte de ser uno de los Cinemascope mejor explotados de todos los tiempos, es esta una joya de la corona poco conocida y menos apreciada por el gran público. Heredera en algunos aspectos de la desasosegante Llegaron a Cordura (They Came to Cordura, 1959) de Robert Rossen, me atrevo a decir que esta obra adelantada a su tiempo es la madre, magistral y apabullante, del western moderno. Nihilista y violenta, con personajes crudos y situaciones extremas, incluida la patética muerte bajo la lluvia de un bebé nacido en un mundo hostil, cínico y aterrador, pone sobre el tapete temas hasta entonces poco tratados como el racismo; la derrota en la guerra civil que el Sur, envuelto en sus harapos morales, se resiste a aceptar; el exterminio y la decadencia de los indios. Un western político en la época de la lucha por los derechos civiles.. Retrato de grupo en el que la amargura, la rabia, la desconfianza, el engaño y el cinismo campan por sus fueros, pero en el que el mínimo de señorío que sus poco amables protagonistas poseen aflora en un final sin esperanza, porque si algo no se pierde es la fidelidad a la palabra dada, aunque nos lleve al apocalipsis. Y eso no es poco, amigo. Por algo estamos en el oeste.

EL DORADO (El Dorado, 1966) de Howard Hawks

¿Por qué El Dorado y no la sublime Río Bravo (Rio Bravo, 1959), obra cumbre de Hawks? Por revindicar este delicioso canto a la vejez, poseedor de un humor a prueba de bombas, capaz de vencer al desencanto y los achaques con dos frases bien dichas y cuatro tiros bien pegados. Hawks decía que su secreto consistía en poner a personajes simpáticos viviendo aventuras divertidas. Cuánta humildad para celebrar la belleza de un tiempo que ya no puede volver: aquel en el que las narraciones fluían como ríos por cuya corriente nos dejábamos arrastrar plácidamente.

GRUPO SALVAJE (The Wild Bunch, 1968) de Sam Peckinpah

La revolución, el deslumbramiento, la madre del montaje moderno, ergo del cine moderno. Más que un western, una elegía de un tiempo salvaje y nada idílico al que un progreso engañosamente civilizado viene a atropellar con los primeros coches y las grandes ametralladoras capaces de eliminar a un ejército entero. Cuando todo está escrito y no hay nada que perder sólo queda morir con dignidad, en medio de una ópera sangrienta y al son de unos tiroteos convertidos en música y danza. La fidelidad al grupo por encima del espíritu mercenario. No importa la palabra dada sino a quién se le da. Y, al final, siempre se le da a uno mismo. Let’s go.

PEQUEÑO GRAN HOMBRE (Little Big Man, 1970) de Arthur Penn

Epopeya inmensa sobre el hombre que conoció lo suficiente los dos mundos, el de los blancos y el de los indios, para saber que la limpieza de espíritu anida ahí donde la sociedad la arrincona. Dustin Hoffman se confirma como el genio que es y Arthur Penn hace suyo el aliento del más enardecedor clasicismo narrativo para darle, sin ostentación, el necesario toque de modernidad, tanto estética y moral como narrativa, a esta película cuya belleza la convierte en un homenaje intemporal a la dignidad humana enfrentada a la indignidad de la Historia, en este caso, la de Custer y Little Big Horn. O puede que todo se reduzca a ser un canto de amor a las fantasías de un soñador. En cualquier caso, ¡cuánta belleza, damas y caballeros!

LA VENGANZA DE ULZANA (Ulzana’s Raid, 1972) de Robert Aldrich

La barbarie no distingue razas, credos ni culturas porque es, por encima de todo, humana. La caza por parte del ejército a un apache renegado, violento y sádico, pero guerrero de admirable talento, pone al descubierto toda esa violencia del mundo y ambigüedad moral que tanto irrita a los biempensantes de hoy en día, que ya no saben qué hacer para ocultarla al mundo o, lo que es peor, para ennoblecerla. Menos mal que clásicos como Robert Aldrich aún estaban ahí en los años setenta para mirar a la cara y sin contemplaciones lo más terrible y menos amable de la condición humana. ¿Quién es más salvaje, ese joven capitán impregnado de cristianismo o ese Ulzana, asesino mítico y temible, reencarnación silenciosa de Atila, leyenda a la que sólo la hermosa elegancia de otro apache puede realmente dar fin? En medio, un observador privilegiado de lujo, el viejo Burt Lancaster en el papel de un explorador que aprende sin juzgar y acepta que lo mejor es acabar la vida liándose un buen pitillo, porque la moral hay que dejársela a los que se matan entre sí.

MUERDE LA BALA (Bite The Bullet, 1975) de Richard Brooks

Si un cineasta clásico regaló a la década de los setenta un western cautivador, tonificante y emocionante, ese fue Richard Brooks, que bordó aquí la más hermosa reflexión sobre el carácter legendario del oeste cuando empieza a verse reducido a mero espectáculo, en este caso un concurso, una carrera ecuestre que, en principio, se corre por dinero pero acaba corriéndose por dignidad. Canto a la sana competitividad, a la amistad, a la naturaleza, a los caballos y sus humanos jinetes, a los sueños perdidos, al amor adulto y al afán de superación. Actores portentosos de portentoso porte. Gestualidad elegante y señorial que refleja la profunda belleza de las almas. Nostalgia tierna con sus gotitas de desmitificación. Poema en prosa de mensaje universal. Cada vez que la veo me quedo enganchado a la pantalla con una lágrima temblorosa a punto de caer durante toda la proyección, para al fin hacerlo en uno de los cierres más bellos y emocionantes que vieron nunca mis ojos.

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA (C’era una volta il west, 1968 ) de Sergio LeoneMI NOMBRE ES NINGUNO (Il mio nome e’ Nessuno, 1973) de Tonino Valerii

Dos spaghetti-western antes de acabar. Por un lado, la ópera magna de Leone, el espectáculo total, el misterio del sueño americano escrutado desde Europa por el niño que amaba la mitología americana y las películas del oeste y supo hacerlas suyas a su particular manera. Monument Valley conquistado por Claudia Cardinale y los espectros del bien y del mal acosándose hasta el duelo final a lo largo de un largometraje tan cercano a los dioses mitológicos y, a su vez, tan mítico, que es increíble que alguien haya sido capaz de darle forma. Por otro lado, el film cuya presencia sé que les sorprenderá y que a mí me parece una de las obras de arte más bellas y descomunales de los años setenta. En ella se dan cita Buster Keaton, Charles Chaplin, Mark Twain, Orson Welles, Sam Peckinpah, Luis Buñuel, Federico Fellini, Richard Wagner, Terence Hill y Henry Fonda, todos reunidos en milagrosa y armoniosa danza para reflexionar sobre cómo se escribe la Historia, cómo se forjan y mueren las leyendas y cómo deben morir, porque el tiempo avanza y el mundo cambia y nos cambia inexorablemente. Todo el humor, incluso el más procaz, y la melancolía mecidos por una nana de Ennio Morricone que es el homenaje definitivo y total a todos los niños que alguna vez amaron las películas de vaqueros y pistoleros porque les permitieron soñar con cabalgar en el crespúsculo sobre caballos señoriales.

LA PUERTA DEL CIELO (Heaven’s Gate, 1980) de Michael Cimino

El canto del cisne, el sueño imposible, la película legendaria que nació derrotada, ya desde el principio, una de las películas más enormes, épicas, líricas, lúcidas, románticas y bellas que se han rodado jamás. El fin de todos los sueños: el del oeste, el de América y el de un cine más grande que la vida. Cimino dio la estocada, no al western, que no morirá jamás, pero sí a una forma de entenderlo, además de a una década cuyo milagroso espíritu supo combinar el respeto y el amor a los clásicos con la feroz modernidad de los innovadores más lúcidos. O de cómo al desagradecido ser humano lo esencial se le suele escapar ante las narices sin que se dé cuenta, cegado como está por su mezquina arrogancia.

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Lo dicho, Dios bendiga por siempre al western.

JAVIER ARAZOLA

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Foto Ataraxia

JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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