Hijos de un Dios menor


Juan Poz selecciona para este especial Western de Ataraxia Magazine algunas excelentes películas, muy poco conocidas, que podríamos indizar bajo la etiqueta «Westerns de un dios menor», o serie B, films realmente singulares que rompen moldes introduciendo estereotipos nuevos en el género…

El muchacho de Oklahoma (1954) • Michael Curtiz

Una curiosidad sin precedentes en el western: un sheriff pacifista, abstemio y sin pistola: El muchacho de Oklahoma, de Michael Curtiz, o la sagacidad y el valor del jurista.

Título original: The Boy from Oklahoma • Año: 1954 • Duración: 87 min. • País: Estados Unidos • Director: Michael Curtiz • Guion: Frank Davis, Winston Miller (Novela: Michael Fessier) • Música: Max Steiner • Fotografía: Robert Burks • Reparto: Will Rogers Jr.,  Nancy Olson,  Lon Chaney Jr.,  Anthony Caruso,  Wallace Ford, Clem Bevans,  Merv Griffin,  Louis Jean Heydt,  Sheb Wooley,  Slim Pickens, Tyler MacDuff,  James Griffith.

Es este un western realmente singular, porque es la primera vez que veo a un sheriff que se niega a llevar pistola al cinto y, sin embargo, es capaz de salir airoso de un encuentro con el mismísimo Billy el Niño; resulta singular también que en el Saloon no tenga empacho en pedir una zarzaparrilla, lo que da pie a un gag visual delicioso: el barman saca la botella de debajo del mostrador y sopla sobre ella para quitarle el polvo de su larga reclusión…. La película es de Michael Curtiz, el afamadísimo director de Casablanca, de Alma en suplicio o de clásicos como El halcón del marLa carga de la brigada ligera o Robin de los bosques, todos ellos a mayor gloria de uno de los actores por quienes tengo absoluta debilidad: Errol Flynn, de quien no hace mucho, por cierto, vi una película-documental rodada durante la Revolución cubana algo más que curiosa para cualquier estudioso del cine o amigo de las mitomanías, Cuban Rebel Girls, de Barry Mahon y con guion de Flynn.  Curtiz es, pues, un director todoterreno cuya calidad, sin embargo, está fuera de toda duda.

¿Se acaba la historia de esta película en esa anécdota del sheriff pacifista? Sí y no, porque el desarrollo de la historia, con una investigación criminal en toda regla para determinar quién asesinó al sheriff anterior -el mejor tirador del condado- y la relación tormentosa con la hija de éste, una Nancy Olson que en nada me ha recordado a la Nancy Olson de Sunset Boulevard, por cierto, si bien la diferencia abismal entre uno y otro papel ya lo justifica. La hija del sheriff es una jovencita que idolatra a su padre y que se presenta muy “masculinizada”, lo que marcará una línea conservadora de la película, pues el nada joven estudiante de leyes que pasa accidentalmente por el pueblo y cuyos exámenes de leyes, enviados desde la oficina postal del pueblo, son robados de la diligencia que los transporta, insistirá en que la joven recupere su feminidad tanto en el vestuario como en su dedicación como cocinera de la cárcel de la que él es ahora el titular. El desencuentro se fragua ya en la carrera de caballos en la que ambos participan por un premio de 100$.

Como quedan empatados, ella elige la forma de desempate y escoge tirar con pistola a monedas al aire. El pollo relativo -pues el actor ya tiene 43 años cuando la rueda- resulta ridículo con una pistola en las manos y a partir de ahí se inicia esa relación que se irá estrechando hasta que él acabe descubriendo no solo quién fue el asesino de su padre, sino también que su padre no era el ídolo que ella creía, sino todo lo contrario. Will Rogers Jr, hijo del famoso cómico Will Rogers, de quien he criticado Barco a la deriva, de John Ford, no tiene la gracia de su padre, está claro, y hace un papel en el que me da la impresión de que imita a James Stewart, sobre todo por el timbre y las curvas tonales, no tanto por la gesticulación, aunque algo hay de ello también.

Nancy Olson ha de hacer un papel de “fierecilla domada”, pero en su lucha particular: a ella su padre la enseño a disparar para defenderse, y a él su padre le enseñó, como mucho, a usar el lazo -una referencia al espectáculo circense de rodeo en el que se hizo famoso su padre- para ese fin -y en la película, claro está, hay un uso edificante del poder disuasorio de un lazo; pues en esa relación  Olson sabe encontrar un punto de ruptura con la visión estereotipada y conservadora del nuevo sheriff y devenir de gran utilidad sus habilidades con la pistola.

La historia es sencilla. Una ciudad dominada por un mafioso que acaba de ser reelegido alcalde y quien contrata al joven del lazo para cubrir una plaza de sheriff que nadie quería cubrir, y cubrir así, valga la repetición, el expediente, porque no se advierte que aquel joven desarmado pueda no solo con el cargo, sino descubrir o atajar las tropelías constantes que el alcalde, propietario del Saloon, y su banda cometen sin que nadie les frene. Por tópica que sea la situación, y por conservadora que sea la visión de la mujer, el discurso pacifista de respeto a las leyes es muy efectivo y encomiable, y Curtiz sabe cómo conseguir atrapar al espectador para seguir una historia tópica con notable interés por el desenlace. Los secundarios, sobre todo el viejo que ha llegado a serlo “porque nunca hago preguntas”, Clem Bevans, contribuyen poderosamente a redondear el nivel de calidad de la película, que no carece de algunas escenas de acción muy interesantes, sobre todo teniendo en cuenta la “indefensión” del sheriff. La escena del enfrentamiento con Billy el Niño en la barra del Saloon tiene todo el sabor de los mejores westerns. La película tuvo tanto éxito que dio pie a la creación de una serie de televisión, Sugarfoot, para la que se escogió otro actor, sin embargo, y a cuyo personaje, curiosamente, le encasquetaron una pistola, a diferencia del personaje de la película. En fin, que no pasará a la historia del cine, pero sí a la de las rarezas de un género como el western, porque rompe un código firmemente asentado en el imaginario popular: el del sheriff heroico, sustituyéndolo por el pacifismo legalista en ese duro mundo violento del que desenfunda primero.

El secreto de Convict Lake (1951) • Michael Gordon

“El secreto de Convict Lake”, o “La casa de Bernarda Alba” en western, de Michael Gordon. La justa venganza, el deseo ciego y la maldita ambición à huis clos: la justicia al margen de la Justicia.

Título original: The Secret of Convict Lake • Año: 1951 • Duración: 83 min. • País: Estados Unidos • Director: Michael Gordon • Guion: Oscar Saul, Victor Trivas (Historia: Anna Hunger, Jack Pollexfen) • Música: Sol Kaplan • Fotografía: Leo Tover (B&W) • Reparto: Glenn Ford,  Gene Tierney,  Ethel Barrymore,  Zachary Scott,  Ann Dvorak, Barbara Bates,  Cyril Cusack,  Richard Hylton,  Helen Westcott,  Jeanette Nolan, Ruth Donnelly,  Harry Carter.

Recientemente elogiaba la fotografía de Leo Tover en Asesinato a la orden, de Andrew L. Stone,  y me lo vuelvo a encontrar en esta prodigiosa y me imagino que muy poco conocida película, a juzgar, es una vara de medir como otra cualquiera, por las dos únicas críticas que hay en FilmAffinity, ambas favorables a la película, por cierto. Michael Gordon fue un represaliado de la era McCarthy, pero cuando volvió a la dirección lo hizo con una divertidísima comedia que es ya todo un clásico, Pillow Talk o Confidencias a medianoche. 8 años tuvieron que pasar desde que dirigió este western, que va más allá del género, para dirigir, en 1959, la oscarizada Confidencias a medianoche

El secreto de Convict Lake es un drama intimista que transcurre en un poblado aislado, Monte Diablo -sí, ese, el que todo lo añasca…-  de una docena de cabañas de maderas donde residen solo las mujeres que esperan la vuelta de sus maridos, y al que llegan cinco prisioneros que se han escapado de la penitenciaría tras atravesar las montañas en pleno invierno, y a los que sus perseguidores dan por muertos, renunciando a continuar la persecución en un espacio hostil del que es imposible que los prisioneros puedan salir con vida.

No solo salen con vida, sino que llegan a ese poblado al que se acercan sigilosamente para confirmar que allí no hay más que mujeres, a las que, sin embargo, no van a poder dominar tan fácilmente como ellos creen, no solo porque están armadas, sino porque la “matriarca” del poblado, una sobria y eficacísima Ethel Barrymore sabe dirigir sus acciones con una determinación que nada tiene que envidiar a la masculina, y con la ayuda de una Gene Tierney que espera la vuelta de su prometido, el hijo de la Barrymore, para casarse.

Se trata de una película en la que los roles masculinos y femeninos se revisan críticamente desde que los hombres descubren el poblado y la posibilidad de techo y comida para sobrevivir a la tormenta helada que los amenaza. El grupo de las mujeres, por las pasiones que despierta la llegada de los hombres, sobre todo en la cuñada del personaje de la Tierney, que no ansía sino salir de esas cuatro casas donde ve agostarse lo poco que le queda de juventud “sin hombre”, es casi un remedo sorprendente de La casa de Bernarda alba.

Y Pepes Romanos son, al menos, tres de los cinco convictos escapados. Estamos en presencia de una película psicológica en la que el retrato de la mayoría de los personajes está conseguidísimo. Le bastan pocas secuencias a Gordon para describir con profundidad el drama particular de cada cual y, principalmente, el proceso de amores en que se dejan atrapar el protagonista, un Glenn Ford excelente -nada que ver con el pipiolo blandengue que estropea Gilda, de Vidor- y una siempre bellísima Gene Tierney, por quien la cuñada manifiesta una profunda aversión celosa. Ciertos episodios, como el incendio que provoca la cuñada, por el miedo/deseo de habérselas con uno de los fugados, en el establo, y en el que los hombres colaboran con gran riesgo de sus vidas para salvar los animales de la comunidad, una secuencia llena de vigor narrativo y tensión, van permitiendo un acercamiento entre ambos bandos, una relajación que permitirá aflorar los verdaderos intereses de cada cual.

El principal leitmotive de la estancia de los hombres es la convicción de que Glenn Ford escondió en el lugar donde están el producto de un robo del que nada quiere confesar a sus compañeros de evasión. De hecho, a él le mueve la venganza contra el hombre que lo acusó del robo y de un asesinato que lo llevaron a la cárcel. Bien entrada la película en el tramo final, cuando vuelven los hombres a sus casas, descubrimos que los dos hermanos fueron quienes se quedaron con el dinero y que el novio que espera la Tierney para casarse con él, fue el asesino que culpó a Ford para que lo condenaran en su lugar. La cuñada revela al presidiario que intenta sacar a la fuerza la localización del botín a Ford, dónde está el dinero con la condición de que se la lleve con él, algo que, después de satisfacer su necesidad sexual, no parece entrar en los proyectos del rufián. Son, ya digo, múltiples las tensiones entre los personajes y a todas, con una sorprendente agilidad narrativa, atiende el director sin perder el pulso en ningún momento y guardando hasta el último plano de la película el suspense, pues, cuando ya han caído los cinco convictos -incluyendo al verdadero asesino- y han sido enterrados -tumbas que acabarán dando nombre al lugar, rebautizándolo, una vez que se ha aclarado qué hizo o dejó de hacer el diablo en aquel espacio agreste y perdido-, Glenn Ford, junto a Gene Tierney, aguarda el veredicto de la comunidad: absolverlo o denunciarlo a la patrulla de la ley…

El blanco y negro en un paisaje montañoso, arbolado y nevado, con los interiores austeros de las cabañas de madera, consigue una atmósfera que potencia la calidad de la película y pone el énfasis en el dibujo de los personajes recortados contra esa puesta en escena, magnífico teatro de las pasiones humanas. Porque sí, la película tiene mucho de teatral, dada la pequeñez del lugar y la abundancia de diálogos en múltiples relaciones, y, relativamente, poca acción, pero magnífica, cuando se produce. Me parece un western tan intenso y dramático como el que vi hace ya algún tiempo y que me dejó una impresión extraordinaria y del que también hice crítica: El rastro de la pantera, de William A. Wellman, ¡una joya!

Dead Man (1995) • Jim Jarmusch

Jarmusch reverdece el género del western con una trama insólita y un poderío visual excepcional: Virgilio/Ulises guiando a William Blake por terrenos cartografiados en un blanco y negro deslumbrante. «Dead Man», de Jim Jarmusch, un western metafísico.

Título original: Dead Man • Año: 1995 • Duración: 120 min. • País: Estados Unidos • Dirección: Jim Jarmusch • Guion: Jim Jarmusch • Música: Neil Young • Fotografía: Robby Müller (B&W) • Reparto: Johnny Depp,  Gary Farmer,  Lance Henriksen,  Michael Wincott,  Crispin Glover, Iggy Pop,  Robert Mitchum,  Steve Buscemi,  Alfred Molina,  Gabriel Byrne,  John Hurt, Mili Avital,  Eugene Byrd,  Billy Bob Thornton,  Jared Harris.

Jim Jarmusch es un cineasta desconcertante para muchos públicos y una experiencia muy atractiva para algunos espectadores que siempre alabaremos en su obra la capacidad para asumir riesgos y, sobre todo, explorar nuevos lenguajes. Dead man, película  de la que no tenía ni noticia —es lo que tiene ser un cinéfilo desatento— es, para entendernos, la antítesis de Patterson, y estaría más cerca de Ghost Dog, el camino del Samurái  o de Solo los amantes sobreviven, lo cual puede indicar el tipo de cine que puede esperar el espectador si se sitúa ante una pantalla donde pueda seguir las aventuras de un “contable”, William Blake, que ha dejado su Cleveland natal por un puesto de trabajo en una empresa ubicada en una ciudad llamada Machine.

Cuando llega, el puesto ya está ocupado, como le dice, a punta de rifle, el dueño de la empresa, un casi cameo de una gloria del cine, Robert Mitchum, en su último papel en un arte al que ha dado obras maestras de la interpretación cinematográfica, como todos los aficionados reconocerán unánimemente. Esa breve aparición feérica del personaje dota a la película ya de una atmósfera entre surrealista y fantástica que no perderá en el resto del metraje. Cuando sale de esa «aparición», se tropieza con una joven vendedora de flores de papel a quien recoge del barro tras haber sido empujada por un antiguo cliente que deja clara su antigua dedicación a la prostitución. La joven, sorprendida por la gentileza del joven, lo acoge en su habitación y en su cama. Pero a la mañana siguiente  interrumpe su sueño el antiguo novio de ella, el hijo del  dueño de la factoría que acaba de despedir con rifle destemplado a William Blake. La mujer se interpone entre el disparo y él y cae muerta en sus brazos, pero él resulta herido en el pecho, donde se aloja el proyectil. William responde con su pistola e hiere de gravedad al hijo, tras de lo cual se escapa. En los bosques  pierde el conocimiento y lo siguiente que ve es a un indio enorme, bonachón y que domina perfectamente el inglés, tratando de extraerle la bala con una navaja, hurgándole en el pecho sin ninguna consideración. El indio responde por el nombre ulisiano de  Nadie y tolerará la compañía del “estúpido hombre blanco”  en cuyo destino hacia la muerte que lleva en el pecho se abstendrá de intervenir.

Que el indio sea un extraño para los ingleses que lo robaron y para su tribu, que lo ha repudiado, le lleva a juntarse temporalmente con ese otro desterrado que no duda en matar a otros hombres blancos que  lo persiguen, unas veces, con deliberación, otras, con la suerte de los accidentes clásicos de las películas del slapstick. Con un ritmo constante de secuencias que acaban en fundidos en negro, la historia progresa hacia ese final que William Blake lleva sepultado en el pecho en forma de bala que irá mermando poco a poco sus fuerzas y su clarividencia.

La guitarra de Neil Young al estilo de la del slide  blues de Ry Cooder, de Paris,Texas, puntea una aventura a medio camino entre la vida y la muerte, entre el paraíso -ese bosque por el que caminan los dos expulsados de las respectivas sociedades- y el infierno de una existencia sin otro sentido que apurar la supervivencia frente a una persecución en la que incluso alcanzará la gloria de los forajidos más buscados. Una síntesis más o menos aproximada, y aunque parezca irreverente, sería la del cine cómico mudo y la del lirismo ecológico del Terrence Malik de El nuevo mundo.

Rodada en un magnífico blanco y negro sin apenas contrastes, lo que le da a los bosques que acogen a los protagonistas un matiz de plata o de galena que aún les confiere mayor majestuosidad, la película, que no es parca en diálogos que incluyen recitaciones, por parte del indio instruido por los ingleses, de abundantes fragmentos del poeta William Blake -cuyos proverbios van salpicando la narración, sobre el todo que se repite en varias ocasiones: Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos-, no deja de tener una vertiente cómico-surrealista que arranca con la contribución excelsa de Robert Mitchum y se continúa con los tres asesinos que persiguen al moribundo como si de los hermanos Dalton se tratara, porque hay algo de esperpentización en el retrato de secundarios representados por actores tan destacados como Billy Bob Thornton, Steve Buscemi, Alfred Molina o John Hurt.

¡Y yo, ahora que caigo, sin decir aún el fabuloso trabajo de un Johnny Depp que, a pesar de su juventud, venía ya de haber rodado obras mayores! Es cierto que el contrapunto de Gary Farmer, de ascendencia india canadiense, colabora decisivamente a la creación de esa pareja tan peculiar y dialógica que, siquiera solo fuera por eso, ya recuerda a la de don Quijote y Sancho, aunque aquí con los papeles cambiados, dada la formación del indio. Tan por descontado lo daba que ni había caído en que algunos lectores aún no habrán visto la película. Mis disculpas. Decía que el cambio de registros entre la comedia y el drama, perfectamente alternados a lo largo de la narración, le quitan gravedad a la perspectiva metafísica propia de la cinta, con un agonizante que ignora cuándo llegará su hora.

Hay en el viaje del protagonista, desde la “civilizada” Cleveland hasta el lejano far west, territorio salvaje de inhóspita geografía y costumbres asalvajadas, por más que el “buen salvaje” que acompaña a William Blake en el tramo final de su vida sea casi lo que podría definirse como un perfecto gentleman, al que incluso no le falta el toque de sutil ironía británica, si enfrentado a las desventuras del sosias del único Blake que él conoce, el del Matrimonio entre el cielo y el infierno, y , al final…, bueno, mejor que siga los consejos de mi amigo Joselu y no les chafe lo que, sin embargo, queda escrito en los primeros diez minutos de película. Va por Vds., pero recuerden lo del  buen salvaje, la civilización, la compasión y la visión del absurdo existencial de Albert Camus

El Sheriff de Oracle (1956) • Roger Corman

El feminismo y el spaghetti western antes de tiempo. La primera mujer sheriff del western: «La sheriff de Oracle», del singularísimo Roger Corman

Título original: Gunslinger • Año: 1956 • Duración: 71 min. • País: Estados Unidos • Director: Roger Corman • Guión: Charles B. Griffith, Mark Hanna • Música: Ronald Stein • Fotografía: Frederick E. West • Reparto: John Ireland, Beverly Garland, Allison Hayes, Martin Kingsley, Jonathan Haze, Dick Miller, Margaret Campbell, Chris Alcaide, William Schallert, Aaron Saxon.

No me ha fallado la intuición: Roger Corman y una película en la que la mujer es la sheriff del lugar no podía ser un bodrio indigerible, por fuerza había de tener alguna singularidad que permitiera su visionado. Y así ha sido. Roger Corman pronto se instaló como productor independiente para poder rodar lo que le viniera en gana, algo parecido a lo que hizo John Cassavetes, un auténtico director indie en tiempos en los que eso significaba poco menos que el destierro de las pantallas, aunque se hicieran películas tan extraordinarias para la historia del cine como Opening NightGloria o Una mujer bajo la influencia (una enigmática traducción de under the influence, que en inglés significa también ser alcohólico o estar al borde de un ataque de nervios, que es el caso).

De Corman, aparte de sus películas de terror sobre los cuentos de Poe, guardo memoria de una rareza, en cierto sentido, parecida a esta: The trip, “El viaje” alucinógeno, una suerte de continuación de un éxito como Los ángeles del infierno, pero centrada en la vivencia del viaje alucinógeno con LSD y que no tuvo la misma repercusión, aunque la película, como documento sociológico incluso, tiene un profundo interés. Con esos antecedentes, no es extraño que me haya aventurado en el visionado de esta pieza singular en la que, por primera vez en la historia de los westerns, el sheriff no es un hombre, sino una mujer.

La película cae incluso de la serie B a la serie C, si esta existiera, porque, a pesar de que se ve con la simpatía de quien está viendo una auténtica “rareza”, lo cierto es las dificultades que se sucedieron en un rodaje de solo una semana fueron suficientes como para haber desistido de continuar rodándola. Con todo, la historia de la mujer del sheriff asesinado que ocupa su puesto para vengar a su marido y, de paso, meter en cintura a la propietaria del saloon del pueblo, quien está acaparando los títulos de las tierras por donde supuestamente ha de pasar el ferrocarril, está rodada con muy buen ritmo y con interpretaciones muy ajustadas a los tópicos: el pistolero asesino, la mujer perversa y sanguinaria, la sheriff poco menos que angelical, pero de gatillo rápido y presto, el alcalde sin autoridad, etcétera, que la variante introducida por Corman, la mujer como sheriff, permite que esta se enamore del asesino que ha sido contratado por la dueña del saloon, antigua amante suya, para liquidar “a la autoridad” y poder seguir ejerciendo su control asesino sobre la vida del pequeño pueblo, porque aquellos a quienes les compra las tierras, los mata para recuperar el dinero y seguir comprando otras…

El primer comentario del sorprendido ayudante de la sheriff de que ella será la primera mujer que vista pantalones en todo el Oeste permite advertir el enfoque feminista que Corman imprime a la película, y al que la actriz Beverly Garland presta una actuación muy convincente, con unos andares de todopoderosa autoridad que nada tienen que envidiar a los de Robert Mitchum, en sus célebres westerns, por ejemplo.

La complicación de la trama por un triángulo amoroso de celos y venganza entre la mala, la buena y el asesino a sueldo introduce, así mismo, una variante “a lo Leone”, que permite generar una atmósfera de ambigüedad que logra mantener el suspense durante toda la película hasta el, en cierta manera, sorprendente desenlace final. John Ireland no hace su mejor papel como pistolero sin escrúpulos, pero sí como cínico enamorado, como se manifiesta en su réplica más lograda: “Yo no intentaré convertirte en una mala mujer, si tú no intentas convertirme  a mí en un hombre bueno”.

La acción de la película transcurre en una semana, y los rótulos intercalados que nos van comunicando el día en que nos hallamos, contribuye al sostén de ese ritmo que no decae en ningún momento. Al final de esa semana se espera la carta en que se le comunica al alcalde si pasará o no el ferrocarril por Oracle y la llegada del nuevo sheriff, cuyo puesto ocupa temporalmente la mujer del asesinado. La pobreza de recursos obliga a hacer milagros en la puesta en escena, pero, aun a pesar del aire inequívoco de poblado del oeste de Almería, Corman sabe salir con bien de esas dificultades.

La película se abre con el asesinato del marido de la sheriff y con el entierro, en el que la mujer  reconoce a uno de los asesinos de su marido y, con una hábil maniobra, le tira con la pala tierra a los ojos y con la pistola del ayudante de su marido le dispara y lo mata junto a su tumba. Una escena contundente y que nos avisa de que no nos hallamos ante una parodia, sino ante un intento serio de película defensora de la igualdad de sexos para cualquier trabajo, ¡incluso para el de matar!, algo común para los sheriff de aquella época.  He entrado en Film Affinity para ver si alguien más la había visto. He hallado una crítica que desaconseja que se vea la película. No puedo estar más en desacuerdo. La película tiene todo el encanto de lo imperfecto y merece una visión que valore no solo los recursos imaginativos de que Corman se vale para sacar adelante el proyecto, sino que, además, sepa divertirse con escenas tan próximas al ridículo como el intento de las tres coristas de linchar a la sheriff, después de haber sido expulsadas por ésta, “por atentar contra la moral”, aunque en el fondo se halle un intento de “estrangular” el negocio de su enemiga mortal, la dueña del saloon, con quien tiene, por cierto, una tan inédita como memorable pelea en el local.

Son muchísimos los alicientes para ver esta película de Corman, pero hay uno sobre todos ellos: los títulos de crédito, para los que no he encontrado autoría, después de haberla buscado por todos los rincones de la red. Una lástima, porque son excepcionales. Recuerdan el estilo de los  trabajos de Saul Bass, aunque menos sofisticados, y merecía, su autor o autores, haber aparecido en los títulos de crédito.

El rastro de la pantera (1954) • William A. Wellman

Entre Tennessee Williams y William Shakespeare: El rastro de la pantera, un western singular de William A. Wellman.

Título original: Track of the Cat • Año: 1954 • Duración: 102 min. • País: Estados Unidos • Director: William A. Wellman • Guión: A.I. Bezzerides (Novela: Walter Van Tilburg Clark) • Música: Roy Webb • Fotografía: William H. Clothier • Reparto: Robert Mitchum, Teresa Wright, Diana Lynn, Tab Hunter, Beulah Bondi, Philip Tonge, William Hopper.

La cuestión del género no es baladí en el cine, como tampoco en otras artes, como la literatura, la música o la pintura, de ahí que El rastro de la pantera sea una película en primer lugar desconcertante, en segundo lugar sorprendente, y en tercer lugar espectacular. Nada en la historia, desde que comienza, con la alerta por la posibilidad de que el felino del título esté rondando el ganado de quienes habitan en un rancho solitario en las montañas de Aspen, Colorado,  en el más crudo invierno, es lo que parece ser, hasta que poco a poco un guion excelente nos va descubriendo el entramado de relaciones podridas del núcleo familiar en el que se centra la historia, agitado por la presencia de la prometida del hijo pequeño de la familia.

La presencia del felino y su búsqueda y posible captura acaba adquiriendo unos tintes metafísicos que confirma, al final,  la sabiduría del viejo indio que tienen empleado en el rancho familiar, para quien “la pantera” es “realmente” el todo, la vida, del que él y la familia forman parte; una suerte de visión totémica que se manifiesta en las figuras talladas en madera que tienen una evidente función simbólica en la película, como cuando la usa el hijo mayor en la cueva donde se ha resguardado en la noche invernal para poder seguir, al día siguiente, el rastro del animal, cuya ausencia viene a corroborar, además, esa perspectiva metafísica de la que hablamos, aunque los efectos de su presencia sean deletéreos y muy humanos: mata al tercer hijo, acaba matando al primero y solo muere a manos del pequeño, quien, a través de ese acto ritual, asume su “puesto” en la familia y consolida su opción matrimonial.

Las pésimas relaciones familiares, con un padre alcohólico que dispone de un inagotable repertorio de escondites para sus botellas de güisqui, un hombre que ha sido forzado a permanecer en el aislamiento montaraz y embrutecedor del trabajo ganadero, y una madre que ejerce su matriarcado de una manera casi despótica, como si de una Bernarda Alba se tratase, con quien, por cierto, comparte la devoción religiosa a ultranza, son la esencia de la película.

Se trata de ocho historias que son ocho derrotas perfectamente entretejidas en una narración en la que la puesta en escena del invierno nevado, tanto en el rancho como en las montañas que lo rodean permite juegos cromáticos espectaculares, sobre todo en la montaña, que recuerdan, en algunas escenas, los de la última película de Iñárritu, porque también hay una dimensión de lucha contra el medio. En una película de tipo psicológico como esta, en la que la acción es secundaria, la interpretación de las pasiones congénitas o desatadas, de las rivalidades enfermizas, de las evasiones a través de la drogadicción o de la maldad a ultranza dependen totalmente de sus intérpretes, y a la que alguno de ellos flojee la película puede perder todo su posible interés. No es el caso, El rastro de la pantera cuenta con un casting perfecto, en el que Robert Mitchum logra crear un personaje desagradable hasta decir basta, dignísimo hijo de su madre tiránica, aunque sea, al tiempo, el hijo preferido de su padre, pero ya se sabe que esa es la prerrogativa de los primogénitos en las familias numerosas: todos los que le siguen nunca dejan de ser “secundarios”, excepto, si acaso, el benjamín, quien, interpretado por un magnífico Tab Hunter, se mueve en la indeterminación del respeto al hermano mayor que ha defendido el rancho de quienes pretendían apropiarse de él y de la piedad filial, extensible a su hermano inmediatamente superior, con quien tenía una relación de cariño que no tenía con el primogénito. La llegada del cadáver del hermano a lomos del caballo del primogénito, que sigue en la montaña el rastro de la pantera, provoca unas escenas de duelo que nos ofrecen algunas de las mejores imágenes de la película, como la descripción que hace la cámara de su colcha estampada o la perspectiva de ultratumba desde la que se enfoca, en contrapicado, su entierro.

 Es interesante el modo como la prometida del hijo menor va adquiriendo protagonismo a medida que va inflamando de deseo a su futuro marido para exigirle que adopte una postura propia en el seno de la familia, que se haga valer y que ocupe, junto con ella, el lugar que merecen en la jerarquía familiar. La madre intentará minar esos esfuerzos y provocará un enfrentamiento que se salda con la enemiga de su hija, quien defiende a la prometida de su hermano menor y acusa a la madre de farisea, una acusación a la que se suma el padre, en una interpretación soberbia de Philip Tonge, quien representa algo así como una suerte de contrapunto al tenso, sombrío y enrarecido clima que se vive durante el desarrollo de la historia. Sus apariciones y mutis, además del ya citado repertorio de escondites de su botella de güisqui en un lugar tan reducido como la planta baja de la casa donde transcurre la mayor parte de la acción, le dan un cierto aire falstaffiano a su personaje, en abierto contraste con la severidad beata de su mujer, aunque a ambos les una su amor incondicional hacia el primogénito.

Llama mucho la atención que, al cambiar de chaqueta con el hermano muerto, para que el caballo del primogénito no rechace el cadáver del hermano y pueda llevarlo de vuelta a casa, aquél encuentre un libro de poemas en el chaquetón de su hermano, que luego utilizará, desdeñosamente, para hacer una hoguera con la que calentarse en la cueva, donde la talla en madera de la pantera que también llevaba acaba teniendo un lugar preferente y convirtiéndose en la interlocutora en efigie del perseguidor. No son extrañas las pasiones en los westerns, desde luego, pero la intrincada red de amores y odios que se crea en esta familia, recuerda mucho las obras sureñas de Tennessee Williams, aunque hayamos de cambiar el bochorno de su clima por el frío del invierno. Se trata, en definitiva, de una obra singular dentro del género, de visión inexcusable para los amantes del buen cine, porque son muchas las recompensas que tendrán viendo esta película de un director, Wellmann, de quien no hace mucho reseñábamos otra singular rareza: Magic Town, una película “a lo Capra”, centrada en el mundo de la demoscopia. Que siempre ha sabido buscar un enfoque distinto a ciertos géneros lo demuestran otras películas suyas como Enemigo público  o Caravana de mujeres.

JUAN POZ

Puedes seguir a Juan Poz en Twitter como @JuanPoz9 y también en su excelente blog de crítica cinematográfica «El Ojo Cosmológico de Juan Poz» y en su blog de crítica literaria «Diario de un artista desencajado»

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Autor- Juan Poz

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