¡Qué tiempos aquellos!

Qué tiempos aquellos en los que la información era realmente valiosa, porque se podía confiar en ella. Porque divulgar un bulo con aspecto de verdad no era algo fácil y al alcance de todo el mundo. Tiempos en los que la palabra escrita era algo casi sagrado, incuestionable. En los que la verdad brillaba con luz propia y la mentira no tenía el poder de hacerle sombra…

Qué tiempos aquellos cuando la cultura era importante, respetable, reconocible y no el patrimonio de unos cuantos autoproclamados representantes de ésta. Cuando las palabras aún no habían perdido su verdadero significado para convertirse en una herramienta en manos de ignorantes con intereses partidistas. Analfabetos que distorsionan el lenguaje en nombre de causas absurdas y derechos que ya se tienen. Que inventan palabras inútiles para expresar conceptos que nadie entiende. 

Qué tiempos en los que la vulgaridad y la ignorancia eran señaladas como algo marginal, de lo que convenía mantenerse a distancia, y no eran un motivo de orgullo que exhibir en platós de televisión y de paso lucrarse con ello. Cuando los modelos a seguir eran ejemplares, y no justo un ejemplo de lo que no hay que ser. Cuando llamar de usted a un desconocido era lo más normal del mundo, y cederle el paso a una dama se veía como una muestra de cortesía y no de machismo. Cuando el esfuerzo y el talento eran recompensados y el fracaso constituía un incentivo y no una humillación.

Qué tiempos aquellos en los que la línea entre el bien y el mal era como la de un rotulador  permanente y no la de un lápiz de trazo fino apenas rozado sobre el papel. Cuando la honestidad era un valor que nadie se atrevía a cuestionar en lugar de una extravagancia o una prenda de quita y pon. Cuando la palabra de un político todavía poseía un cierto grado de respetable credibilidad, y la mentira y el engaño aún nos escandalizaban. Cuando los niños eran niños sin más, y su sexualidad un territorio que cada uno exploraba a su tiempo y sin prisa ni presiones, porque tener pene o vagina era algo natural y no un motivo de controversia. Cuando esos mismos niños (y entiéndase que me refiero también a las niñas) podían acercarse a un adulto sin que este tuviera miedo a ser observado con suspicacia como si de un pervertido se tratase. Porque ser amable y cariñoso con los niños era visto como una muestra de bondad y no como un posible indicio de ocultas y siniestras intenciones.

Qué tiempos en los que cada cual podía tener una opinión distinta y expresarla libremente sin miedo a ser señalado como intolerante, fascista, machista o racista. En los que el respeto estaba por encima de las creencias personales y las amistades no eran tan frágiles porque se sustentaban sobre cosas más sólidas que la ideología política. En los que la libertad de pensamiento estaba bien vista. En los que confiar en alguien era lo más natural (ahora lo natural es desconfiar de todos). 

Tiempos en los que las víctimas eran claramente reconocibles y nadie osaba confundirlas con los verdugos. Pero si lo hacía, era a costa del rechazo de la mayoría. En los que un extranjero era un potencial amigo y no un posible enemigo. Una oportunidad y no una amenaza.

Tiempos imperfectos, que probablemente se recuerdan de un modo en exceso idealizado. Que incluso puede que sean una utopía soñada. Un anhelo alimentado por años de desidia, desengaño y frustración. Tiempos deseados por los que no nos resignamos a dejarnos vencer por el presente.  O tal vez solo sea nostalgia de un pasado no vivido.

JORGE R. RUEDA

Puedes seguir al escritor Jorge Rodríguez Rueda en Facebook y en Twitter Si su novela, «Gente Corriente», no está disponible en tu librería habitual puedes adquirirla en Amazon.

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