La mirada de Marco

Marco Ferreri tenía los ojos claros y la mirada pilla de un niño inteligente. ¿Había en ella burla, juicio, desdén, desprecio, altivez, ironía? Michel Piccoli lo amaba profundamente como hombre sencillo y amigo generoso, y lo idolatraba como artista superior con quien era un privilegio trabajar, razón por la que se entregó humildemente a él como un títere, intuyendo desde el principio que iba a estar entre las manos de un marionetista genial. 

El actor decía de él que era un contador de fábulas, sátiras surgidas del espíritu de «(…) un moralista pesimista que muestra un mundo y una sociedad que corren hacia su pérdida. (Sus films) son a la vez violentos y púdicos. (…) podía ser furiosamente grosero, pero por poco tiempo, sin llegar jamás a ser vulgar». Con estas pocas palabras, Michel Piccoli definió a la perfección el mundo y el estilo de un cineasta supremo, hoy ignorado, que anunció como ningún otro la imbecilidad y la desolación en que ha caído el mundo que hoy conocemos. Y lo hizo asumiendo que él tampoco escapaba a esa idiotez porque era dolorosamente consciente de que los seres humanos eran sus hermanos en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en lo sublime y en lo zafio. Cuando un periodista le preguntaba, desconcertado, si había que tomarse sus películas como símbolos o interpretarlas literalmente, Ferreri sonreía con malicia y respondía sin darse importancia que prefería que la gente se las tomara al pie de la letra y no buscara oscuros significados ocultos en sus imágenes.

Marco Ferreri era un cineasta de la carne, razón por la que decía detestar profundamente el cine de Bergman, según le confesó a un perplejo Joaquín Soler Serrano en una memorable entrevista. Sin duda, Bergman y Ferreri tenían inquietudes similares y compartían una misma sensualidad, pero a Ferreri no le gustaba lamentarse en público, prefería exhibir su apesadumbrado espíritu parapetado tras un cine a menudo socarrón, provocador y cruel que al igual que el del genio sueco, jamás olvidaba la ternura. Ferreri personificó como nadie la elegancia de lo escatológico, en una época tan libre, los sesenta y los setenta, que parece mentira que fuese capaz de rodar sin pausa ni descanso sus innumerables y demoledoras joyas que, vistas con los ojos de hoy, provocarían un escándalo aún mayor que el que ya causaron en su día, con la diferencia de que, en vez de la anquilosada burguesía de derechas de entonces, es la progresía biempensante de izquierdas de hoy la que se escandalizaría de igual modo ante la lucidez de un artista radicalmente libre, o, mejor dicho, un hombre honesto y valiente preso de su libertad. Lo cual confirma que el maestro italiano tenía razón al prevenirnos de que la idiotez y la mezquindad no tienen solución.

«En vez de la anquilosada burguesía de derechas de entonces, es la progresía biempensante de izquierdas de hoy la que se escandalizaría de igual modo ante la lucidez de un artista radicalmente libre, o, mejor dicho, un hombre honesto y valiente preso de su libertad

El éxito (y el escándalo) más sonado de Ferreri fue La gran comilona (La grande bouffe, 1973). Al explícito contenido del film, mostrado con un desparpajo apabullante, se sumó el hecho de que cuatro monstruos sagrados de la interpretación se prestasen a desnudarse ante el respetable en una inmoderada orgía de comida, sexo y escatología, ceremonia en la que participaban con solemne ligereza para cargar con todo el peso de la gravedad de la existencia. Los más miopes y perezosos, los que, ya entonces, iban de progres pensaron, por supuesto, que la película era una crítica a la sociedad de consumo, quedándose en una superficie engañosa, por no decir facilona.

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Marco Ferreri

Lo que muestra La grande bouffe es la búsqueda de la felicidad a través del exceso. No es el consumo el que mata al hombre, es el hombre quien se entrega conscientemente a un consumo desaforado para morir. Explotar los placeres de la vida y asumir nuestras limitaciones físicas (y, por tanto, espirituales) con la alegría de un niño. Y no de un niño inconsciente, sino del niño triste que sabe que algún día no tendrá más remedio que morir. Lo ruidoso y lo grotesco van de la mano de la serenidad y la sabiduría. No hay que hacer grandes disquisiciones: puesto que vamos a morir, comamos y follemos porque, de un modo u otro, el mundo se acaba algún día para todos y cada uno de nosotros, seres solitarios aunque estemos en la mejor compañía. Filosofía vital disfrazada de farsa y tragedia.

¿Por qué llamó Ferreri a este cuarteto de genios y por qué aceptaron rodar la gamberrada? Me gusta pensar que por el placer de participar en el hermoso retrato de una amistad similar a la que disfrutaban en la vida real. Cuenta Piccoli que sólo Philippe Noiret, recién llegado al mundo de Ferreri, mantuvo un discreto y pudoroso distanciamiento del resto del equipo, pero sin romper jamás una armonía exultante. En una entrevista televisiva, le preguntaron a Noiret si Ferreri tenía erecciones durante las escenas de sexo y Noiret, genio dentro y fuera de la escena, respondió: «Todos las tuvimos». En cuanto a Marcello Mastroianni y Ugo Tognazzi, Piccoli admiraba y envidiaba su alegría, su rivalidad amistosa, su complicidad feliz, su generosidad artística y humana. Es indudable que por ese motivo, y porque los personajes estaban maravillosamente escritos, los cuatro genios están aún más geniales que de costumbre porque interpretan a unos personajes reales, accesibles, entrañables, que son a la vez «grandiosos y ridículos, enormes y concretos», que llevan dentro una «felicidad triste», la del esteta, la del vanidoso, la del sensual, la del lúdico, la del lúcido, la del atemorizado, la del género humano entero. Sí, los cuatro beben, comen, eructan, mean, se peen, cagan, follan, pero también ríen, lloran, bailan, no pueden disimular ni sus sentimientos ni su melancolía, ni siquiera su miedo (como el personaje de Mastroianni). La orgía que montan durante un fin de semana en la mansión de uno de ellos es también de humanidad, hasta las entrañas, hasta la explosión letal del placer, como confirma la memorable, terrible, última cena del personaje de Tognazzi.

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Y entre todos ellos, la materna y rolliza figura de la mujer —Andréa Ferréol—, que hoy sería demonizada por ese feminismo rampante, tan insoportablemente puritano, como cumbre de la vida, de la carne, de la sensualidad, de la entrega, de la generosidad, de la complicidad, del respeto a una decisión terrible tomada por aquellos a quienes aprende a amar sin esperanza en su camino hacia la extinción.

Se ríe uno mucho antes de que la angustia y la soledad lleguen. Se ríe uno mucho antes de que la tristeza y la melancolía hagan acto de presencia. Se ríe uno mucho antes de que los perros acaben devorando las más exquisitas viandas cuando la vida se acaba para los que la han celebrado sin moderación. Porque esta es una exaltación de la vida que nace de la exaltación de la muerte, a la que hay que aprender a tratar con mimo, respeto, consideración, desorientados ante el absurdo de una vida a menudo prosaica cuyo significado siempre se nos escapa, encerrados en un cuerpo voluble que hay que alimentar para alcanzar la iluminación en la oscuridad de nuestras almas errantes.

Film misterioso que no se explica. Cuanto más envejezco y más lo veo, más agradezco a los dioses que Ferreri y su cómplice Rafael Azcona nos hayan colocado ante un espejo tan gozoso como implacable para contemplar el reflejo panorámico de cuanto nos forma, lo sublime y lo ridículo, privilegio de unos genios que algún día fueron dioses porque supieron ser plenamente humanos.

JAVIER ARAZOLA

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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