En el alma de las tinieblas

Estoy convencido de que Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969) jamás habría existido tal como la conocemos hoy sin la presencia tras la cámara de Sam Peckinpah, pero también creo que sin algunos antecedentes ajenos a la fuerte personalidad de su autor el western no habría evolucionado hasta la muy clásica modernidad que este género en particular y el cine americano en general alcanzaron en los años setenta.

Muchos títulos anunciaron la llegada del salvajismo y la desmitificación de los arquetipos clásicos del cine del oeste, pero si hay dos que se han impuesto en mi instintiva percepción de ese cambio esos son Llegaron a Cordura (They Came to Cordura, 1959) de Robert Rossen y Río Conchos (Rio Conchos, 1964) de Gordon Douglas.

El film de Rossen es una reflexión nihilista, cruda y sin concesiones acerca de la cobardía y la mezquindad que anidan en el alma de cualquier hombre por mucho que el heroísmo haga alguna vez acto de presencia en su vida. Si, como me pasó a mí, uno descubre el film después de haber visto el de Peckinpah, sorprende su estética, que Sam reprodujo hasta el más mínimo detalle en la inolvidable secuencia inicial de su obra maestra antes de llevar a sus protagonistas por derroteros muy diferentes de los que recorre el grupo no menos salvaje de Rossen. Pero el espíritu de Peckinpah se respira mucho más en las luces y los horizontes cortantes de un paisaje poblado por las almas en sombra que retrata Gordon Douglas en una película que parece más obra del viejo Samuel que los dos largos que este rodó en esa misma época, Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, 1962) y Mayor Dundee (Major Dundee, 1965), deudores aún de un clasicismo formal y narrativo más ortodoxo que el que animó al maestro Douglas cuando decidió romper moldes. Sin embargo, no debería sorprendernos esa lucidez tan avanzada con respecto al cine de su tiempo si exploramos un poco la obra de este cineasta admirable, hoy arrinconado en un desván por la desmemoria de este mundo desagradecido. 

Solo el valiente (Only the Valiant, 1951) es otro western que lleva su firma y que resulta muy avanzado para su época, un film claustrofóbico, muy oscuro y cruel en el que se permitió llevar a Gregory Peck al límite de la civilizada y noble conducta a la que nos tenía acostumbrados regalándole uno de los personajes más complejos y bellos de su carrera, el de un oficial inflexible temido y despreciado por sus hombres que se rodea expresamente de los más psicópatas de la tropa para llevar a cabo una misión que todos saben suicida, empezando por él mismo.

En un paisaje árido y polvoriento, un grupo de apaches celebra una ceremonia fúnebre. Un jinete anónimo aparece en el horizonte y aniquila al grupo. No llegamos a ver su rostro, sólo distinguimos sus hombros, su sombrero, sus guantes y su rifle, del que los casquillos salen volando en un baile siniestro mecido por el viento y el eco de los disparos. Al igual que Grupo salvaje, Río Conchos se abre con una matanza, pero todo en esta masacre es breve, preciso, seco. Luego llega el silencio. Surge entonces un milagro: se llama Jerry Goldsmith y nos va acompañar durante toda la aventura con una música vibrante punteada de un leve lirismo, melancólico y desmitificador, una banda sonora oscura aunque por momentos luminosa como el alma de los atormentados personajes que irán apareciendo ante nuestros ojos: el capitán Haven (Stuart Whitman) y el sargento negro Franklyn (Jim Brown), que siguiendo el rastro del asesino llegan hasta las ruinas de una mansión arrasada por las llamas, la del mayor Lassiter (Richard Boone), un veterano oficial sudista amargado y alcohólico que ha jurado aniquilar él solo a la nación apache tras el exterminio de su familia a manos del salvaje jefe Camisa Sangrienta (Rodolfo Acosta).

Los casquillos que los militares han encontrado en el lugar de la matanza provienen, al igual que el rifle de Lassiter, de un cargamento de armas que el rebelde confederado Theron Pardee (un Edmond O’Brien pre-Peckinpah absolutamente señorial en su decadencia) ha robado al ejército de la Unión. Temeroso de que su intención sea vendérselo a los apaches, el coronel Wagner (Warner Anderson), superior del capitán Haven, pide a Lassiter que le ayude a localizar a Pardee, a cuyas órdenes sirvió durante la Guerra Civil, pero se niega y lo encierran en una celda donde coincide con un viejo conocido, Rodríguez (Tony Franciosa), un mexicano vividor y mujeriego al que van a ahorcar al día siguiente por asesinato y en cuya simpática y seductora sonrisa se pueden intuir la hipocresía y la traición. Tras pensarlo detenidamente, Lassiter acepta la oferta de Wagner para ir en busca de Pardee acompañado de Haven y el «negro liberado» Franklyn, pero impone una condición: que también vaya con ellos el convicto Rodríguez, que conoce el territorio que van a recorrer mejor que el propio Lassiter.

Desde el primer momento nos asaltan dudas sobre los verdaderos motivos de Lassiter. ¿Pretende ganar tiempo antes de abandonar a su suerte a sus insólitos compañeros de aventura, que es evidentemente lo que planea el malicioso Rodríguez? Por su parte, el ambicioso Haven, acomplejado y humillado porque fue a él a quien le robaron las armas, y sobre todo Franklyn, hombre de corazón noble y limpio a pesar de su terrible pasado, parecen moverse guiados por el honor y un escrupuloso, incluso intransigente, sentido del deber.

Durante toda la película se jugará con la ambigüedad moral, tanto en el carácter de los personajes como en el modo que tienen de relacionarse entre sí en los siempre pantanosos terrenos del recelo y el cinismo. A lo largo de su periplo irá apareciendo una variopinta colección de individuos, siniestros o misteriosos, como la silenciosa e impasible apache (Wende Wagner) a la que hacen prisionera y que parece desear con todas sus fuerzas que acaben con nuestros protagonistas, al menos hasta que sucede lo más inimaginable y atroz, insoportable incluso para unos tipos tan duros como ellos. Se abre entonces un resquicio a la compasión y la solidaridad en medio de ese odio destructor.

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Todo ello impondrá un tono sombrío y áspero a un ambiente cada vez más sucio y decadente, perpetuamente hostil, en el que sobrevivir es casi una obligación moral y donde sólo la rabia y la furia sirven para reconciliarse con uno mismo antes de morir. Y así, el carácter de estos personajes henchidos de orgullo irá transformándose muy sutilmente, casi sin que sepan verlo o quieran admitirlo, ya que a medida que avanzan van tomando conciencia de que el suyo es un viaje común e inevitable al infierno.

Influido por El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, el guion de Joseph Landon y Clair Huffaker se convierte no sólo en un preludio del Peckinpah que está por venir sino también del Coppola que culminará la década de los setenta con la abrumadora Apocalypse Now (Apocalypse Now, 1979). Landon fue también guionista de La ley del hampa (The Rise and Fall of Legs Diamond, 1960) de Budd Boetticher, mientras que Huffaker lo fue de Estrella de fuego de Don Siegel, que citaba aquí mismo el mes pasado, dos películas premodernas que afrontaban con valentía y crudeza la enorme violencia con que se fundó el mito de América, lo cual también explica por qué Río Conchos parece más bien una película perteneciente la década posterior a su realización. Se la ha considerado durante mucho tiempo un western de serie B con actores de serie B. Una torpeza más que achacar a los espíritus miopes y que hay que rebatir aquí: Richard Boone demuestra lo inmenso que era, un descomunal Tony Franciosa deja claro lo hábil e inteligente que fue aprovechando todo el histrionismo del que era capaz en beneficio de su fascinante personaje, el gran Jim Brown se impone como un auténtico animal cinematográfico gracias a su fotogénica e impresionante presencia física, Edmond O’Brien es todo sutileza y elegancia y Stuart Whitman todo discreción y humildad cediendo el protagonismo a las bestias heroicas que lo rodean.

Pero si hay otro milagro, que en realidad precede a la aparición del divino Goldsmith en la banda sonora, es el uso del Cinemascope que hace Douglas en complicidad con el director de fotografía, Joseph MacDonald, responsable en los años cuarenta de la luz de Cielo amarillo de William A. Wellman, otro western rompedor e hipnótico que cité en el número dedicado al cine del oeste, y de uno de los mejores scopes de la carrera de Samuel Fuller, el de la impresionante La casa de bambú (House of Bamboo, 1955). De no ser por el trabajo de Jack Clayton y Freddie Francis en Suspense (The Innocents, 1961), me atrevería a afirmar que el de Río Conchos es el mejor Cinemascope de todos los tiempos, porque esta obra de arte que atrapa desde el primer fotograma me parece una de las películas mejor dirigidas que existen, con permiso del John Ford de Pasión de los fuertes. Sirvan como justificación para tan osado aserto la cristalinidad de una tensa y vibrante puesta en escena, la perfección de los encuadres, el implacable distanciamiento, casi glacial, en la descripción de caracteres, la fluidez narrativa, la cadencia del montaje, el genio en el uso de las elipsis y la armonía que se logra integrando personajes y paisajes al modo de Anthony Mann.

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Todo eso y mucho más hace de Río Conchos una experiencia casi mística que nos hace vivir con plenitud el cine en su doliente pureza y su indomable capacidad de generar emoción. Uno no tiene más remedio que admitir que acaba de disfrutar de una película monumental aunque nada en ella invite a la majestuosidad mientras la está viendo. Río Conchos se rodó tres años antes del llamado nacimiento oficial de ese cine mítico para los de mi generación, cuando aparecieron Doce del patíbulo (1967), Bonnie & Clyde (1967), El graduado (1967), Faces (1968), Easy Rider (1969) y el inolvidable grupo salvaje del bienamado SamHa llegado la hora de hacer justicia y decir abiertamente que está, por méritos propios en los orígenes del mejor cine americano de los años setenta porque el maestro Gordon Douglas puso honesta y generosamente lo más profundo de su oficio, y por tanto de su alma, en una pequeña película de género llamada a convertirse en una grandiosa obra de arte.

JAVIER ARAZOLA

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JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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