Voz de España

Siempre atento al más mínimo detalle, al entusiasta chavalín enamorado del cine le llamó la atención desde el primer momento que al final de los títulos de crédito de muchas de las películas que devoraba apareciese un rótulo en el que se leía: Versión Española, VOZ DE ESPAÑA

UNO

A menudo, esas palabras estaban integradas en un escudo que mostraba el mapa de España rodeado por un círculo y coronado por la cabeza de un águila imperial que lo acogía en su seno, lo cual no dejaba de desprender un tufo sospechoso. Ajeno a esas sutilezas políticas que descubriría más adelante, el niño creció familiarizándose con unas voces que, cuanto más las escuchaba, más hermosas le parecían. Con el tiempo aprendió a ponerles nombre, a distinguir entre los estudios de doblaje, cada uno con su peculiar estilo y sonido, y a asociar las distribuidoras de las películas con esos estudios. Si, por ejemplo, uno iba a ver algo de Diasa, sabía que el film iba a estar doblado en Madrid, en los estudios EXA, y eso significaba que Héctor Cantolla, Javier Dotú (que empezó su carrera en Barcelona) o el inmenso Ángel María Baltanás estarían invitados a la fiesta. Distribuidora oficial de Bergman durante los setenta, Diasa también solía distribuir una ingente cantidad de cine italiano, así que resultaba natural asociar esas voces a los grandes iconos de la comedia italiana. Si Suevia Films (Cesareo González) se encargaba de distribuir su cuota de films de la Columbia, ahí estarían sin duda Vicente Bañó, Luis Carrillo, José Guardiola, María del Puy o Celia Honrubia, la voz femenina más señorial, elegante y sensual que dio el doblaje madrileño, todos ellos al servicio de los estudios Sincronía, a mi juicio los que mejor han hecho su labor en la capital. Pero donde el talento se unió al genio y al cuidado más exquisito fue en los estudios barceloneses, en concreto en los de Voz de España, situados en una pequeña casa de la avenida del Tibidabo, hoy tan derruida como el resto de la memoria de la ciudad. Ahí se dieron cita a principios de los años sesenta los más insignes veteranos del llamado «estilo Metro» (Elsa Fábregas, Rafael Luis Calvo, José María Ovies, Felipe Peña, Juan Manuel Soriano, María Victoria Durá, Elvira Jofre, Carmen Robles, el Miguel Ángel Valdivieso de Cantando bajo la lluvia) con las grandes promesas que iban a mecer nuestros oídos hasta hace muy poco (Arsenio Corsellas, Joaquín Díaz, Manuel Cano, María Luisa Solá, Rogelio Hernández, José Luis Sansalvador, José María Angelat, Dionisio Macías, Luis Posada…). Y fue en las décadas de los sesenta y setenta cuando todos ellos y unos maravillosos ingenieros de sonido obraron el milagro de transmitirnos casi siempre la impresión de que aquello no estaba doblado, de que aquellas eran las verdaderas voces de los actores que estábamos viendo. ¿Cómo olvidar a Felipe Peña diciéndole majestuosamente a José Luis Sansalvador aquello de «Reconocería esa voz en cualquier parte«, cuando los actores a quienes prestaban sus voces eran John Wayne y Robert Mitchum en El Dorado de Howard Hawks?

Voz de España jugaba con ventaja: nació bajo al amparo de la Metro (en connivencia con el régimen) hasta convertirse, en la primera mitad de los setenta, en el estudio predilecto de la mayoría de las distribuidoras de las majors americanas (Cinema International Corporation con Metro, Paramount y Universal, y CB films con United Artists) que acudían a ellos casi siempre (salvo raras y sonadas excepciones como El padrino o El gran Gatsby). La Columbia recurría a sus servicios cuando la distribuían Filmayer o Mundial Films y la Warner Bros se decantaba por ir a Madrid o Barcelona indistintamente, lo que explica que, por ejemplo, al Harry, el sucio de Clint Eastwood sólo lo doblase en dos ocasiones —en concreto en la primera y la última parte de las cinco que componen la saga— Constantino Romero, considerado la voz oficial del amigo Clint. En cuanto a la Fox, distribuida entonces por Regia Films Arturo González, solía recurrir a Parlofilms, un estudio también situado en Barcelona y en el que los reyes de un sonido irrepetible y deliciosamente sucio eran José Luis Sansalvador, Rogelio Hernández y el majestuoso Felipe Peña. Fue en ese estudio donde se forjó esa obra maestra del doblaje que es La huella (Sleuth, 1972) de Joseph L. Mankiewicz, un trabajo que no tiene nada que envidiar a la versión original.

DOS

Se puede poner en tela de juicio la legitimidad de sustituir la voz de un actor por la de alguien que nada tiene que ver con él, se puede y se debe criticar el uso manipulador y tergiversador que del doblaje suelen hacer los regímenes políticos, especialmente los totalitarios, se puede preferir la versión original, pero de lo que quiero dejar constancia aquí es que hubo una época en este país en la que el doblaje se cuidó con inagotable entrega, extrema delicadeza, una seriedad y un rigor en la dicción férreos y un inmenso talento. Y para demostrarlo pondré un único pero representativo ejemplo.

Los cuatrocientos golpes (Les quatre-cents coups, 1959) de François Truffaut se dobló en Voz de España en 1960. A Jean-Pierre Léaud le puso voz un chavalín de dieciséis años llamado Albert Trifol. En aquel entonces, el joven Albert no se había «viciado» aún con los trucos de perro viejo de un profesional, lo que contribuyó de manera espectacular a reproducir la espontaneidad del Léaud original y la naturalidad que desprendía la emocionante opera prima de su autor. La tercera parte de las aventuras de Antoine Doinel, Besos robados (Baisers volés, 1968), se dobló diez años después, en 1970. Doinel-Léaud y Trifol habían crecido a la par y el director del doblaje de la película decidió que Albert, que en aquel entonces se dedicaba sobre todo al teatro y a doblar a personajes secundarios, tenía que volver a poner voz a Antoine Doinel. La milagrosa naturalidad y la llamativa complicidad de la primera parte volvieron a hacer acto de presencia en una época en la que la solidez y el prestigio de Voz de España ya eran más que notorios. A eso lo llamo yo mimar el detalle. Por desgracia, los dos últimos capítulos de la saga también se doblaron en Barcelona, pero no en la Voz, y no se repitió la operación. Fueron Ricardo Solans y Antonio Lara quienes, no sin talento, se encargaron de poner voz al maduro Antoine Doinel. Signo de que los tiempos estaban empezando a cambiar.

No sé si lo escrito hasta ahora tiene algún interés para ustedes, pero si se lo cuento es porque para un cinéfilo adolescente de los años sesenta y setenta que no tenía otra alternativa que ver todo el cine en versión doblada, podía ser un drama ver a su actor predilecto con una voz inadecuada, por bueno que fuese el profesional que lo doblaba, y siempre esperaba inquieto a descubrir quién iba a acompañar la imagen de la estrella de turno, lo que añadía un plus a la expectativa que generaba el descubrimiento de la que podía ser una apasionante obra de arte o una decepción.

Pero, además, hay otra razón.

TRES

Casi todos los nombres aquí citados nos han dejado y los escasos supervivientes de esa era dorada ya casi han desaparecido de la cinefilia nuestra de cada día, si exceptuamos a la incombustible María Luisa Solá, la última reina, que sigue al pie del cañón riéndose juvenilmente con Diane Keaton. María Luisa formaba un trío de reinas con la imperial Elsa Fábregas y la cristalina Rosa Guiñón, protagonistas por sí solas de una historia inmortal del doblaje. Rosa ha fallecido hace unos pocos días y no puedo sino rendir homenaje a la que considero la voz más envolvente y hermosa de cuantas han acariciado mis oídos. Rosa poseía el don de la evocación y sabía mejor que nadie invitarte a la ensoñación, la ternura y la melancolía, como hizo con su melodiosa voz al narrar en off y con serena nostalgia los fascinantes recuerdos infantiles de Scout Finch en Matar un ruiseñor (To Kill A Mockingbird, 1962) de Robert Mulligan.

Jugó mucho a hacerse la dura, sobre todo a medida que se hacía mayor y su voz se volvía más grave, pero soy de la vieja escuela y cuando la escucho elogiar los encantos de Tiffany en la Quinta Avenida no puedo evitar que se me erice la piel. Y qué decir de cuando nos hacía creer que los labios de Marilyn Monroe estaban a punto de rozar los nuestros. O cuando Annie Hall pedía a Alvy Singer que la ayudara a matar una araña que se había colado en su baño porque le echaba de menos. O cuando con el rostro de la Catherine Deneuve más truffautiana confesaba el dolor que le producía el amor. O cuando la señorita Kubelik e Irma la Dulce se hermanaban para siempre no sólo en el rostro de Shirley MacLaine. O cuando María adoraba sin pudor ni rubor a Tony en West Side Story antes de volverse loca de amor en la hora del esplendor en la hierba y la gloria en las flores. O cuando la joven Jane Fonda no acababa de crecer porque todavía le quedaba una voz demasiado angelical para ese rostro tan sensual e indomable. O cuando se convirtió en la mayor virtud española de esa actriz de cuyo nombre no quiero acordarme y que tenía una granja en África. O cuando nos enseñó a los mocosos de entonces y de siempre a soltar aquello de Supercalifragilístico espialidoso. Todos esos recuerdos que no acaban de esfumarse gracias a la tozudez de la nostalgia, la de una época en la que nos podíamos enamorar de unas voces anónimas capaces de multiplicarse hasta el infinito y reinventar la belleza de mil rostros diferentes para trasladarnos con generosa modestia a un pedazo de cielo.

En recuerdo de Rosa Guiñón

(1932-2022)

JAVIER ARAZOLA

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Foto Ataraxia

JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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