Una película que retrata toda una época (III)

Retrato de toda una época a través de una sola película (Parte III). New York, New York…

UNO

El 1 de Enero de 1966, los trabajadores de los transportes públicos de Nueva York llevaron a cabo una huelga que paralizó completamente la ciudad que nunca duerme. El motivo: la llegada al ayuntamiento del nuevo alcalde, el republicano John Lindsay, quien, sin inmutarse, recorrió a pie los seis kilómetros que separaban su domicilio de su nuevo y flamante lugar de trabajo, para después declarar muy ufano a la prensa que se lo había pasado en grande durante el paseo porque la suya seguía pareciéndole una ciudad muy divertida («a fun city»). El Herald Tribune se burló con sarcasmo de una expresión que se convirtió en el estandarte de un mandato caótico pero no exento de aciertos, aunque, al final de este, Lindsay fuera considerado por la mayoría como el peor alcalde de la historia de la ciudad. La crisis económica avanzaba implacable y el edil impuso nuevos impuestos municipales para pagar el agua y la electricidad, lo que le ganó no pocas antipatías entre la población. También se puso en contra a los maestros de escuela, especialmente en el barrio de Harlem y en la comunidad latina, que consideraban que otorgaba demasiados privilegios al profesorado judío. Miles de trabajadores de la industria del automóvil perdieron su trabajo en menos que canta un gallo, lo que provocó una innumerable sucesión de desórdenes públicos a los largo de los años, como, por ejemplo, ver a menudo las calles en llamas o asistir impotentes al vertido incontrolado de residuos tóxicos y barriles de gasolina en las cloacas que iban a desembocar al río Hudson. Lindsay pidió ayuda al presidente Johnson para frenar tanta violencia, pero la Casa Blanca hizo oídos sordos. Por si fuera poco, y dada la gravedad del terrible acontecimiento, Lindsay se armó de valor, se arremangó y el día que asesinaron a Martin Luther King se plantó en Harlem para solidarizarse con la comunidad afroamericana, asegurarles que les acompañaba en el sentimiento y declarar que estaba dejándose la piel luchando contra la pobreza que estaba arrasando la ciudad y, muy especialmente, al barrio del mítico Apollo Theater. La respuesta vecinal fue un motín que casi acaba en linchamiento. A partir de ese momento, Lindsay inyectó considerables sumas de dinero para promocionar la cultura negra, dando pie, entre otras cosas al macroconcierto de soul y blues del que podemos disfrutar en el documental Summer of Soul (2021) de Ahmir Thompson. En 1969, fue la nieve la que colapsó la ciudad, provocando más de un centenar de muertos y heridos. En Queens y Brooklyn acusaron a Lindsay de preocuparse sólo por Manhattan, así que el alcalde se arremangó de nuevo y se plantó en los lugares donde más se le criticaba. Como el recibimiento no fue precisamente caluroso, cuando, ¡por fin!, una ciudadana le llamó «hombre maravilloso», él respondió que ella también lo era, «no como esos gordos judíos de mierda que no paran de darme la vara» o algo por el estilo. El escándalo fue mayúsculo, así que la «privilegiada» comunidad judía también le declaró su amor incondicional. Desde luego, el hombre tenía un talento especial para hacer amigos, cosa que se constató cuando se presentó a la reelección dando el salto de los republicanos al partido liberal. A pesar de unos calamitosos errores que él mismo reconoció, supo vender los logros con que se había metido a negros y puertorriqueños en el bolsillo: la creación de 225.000 puestos de trabajo en la educación pública y la presencia de 6000 policías más para vigilar la seguridad en unas calles cada vez más sucias y violentas. Y ganó. Pero eso no impidió que los trabajadores de la construcción también se declarasen en huelga, a lo que se sumó la protesta callejera contra la guerra de Vietnam y la administración Johnson por parte de los jóvenes más airados, que en aquella época eran casi todos. Wall Street y las universidades más distinguidas, las de los ricos, se vieron salvajemente atacadas, ante lo que la policía reaccionó con insólita brutalidad para frenar en seco los altercados, acción que el alcalde criticó con todas sus fuerzas, dada la cantidad de heridos y destrozos materiales que las revueltas (y su represión) provocaron, lo que hizo que también el departamento de policía se pusiera en su contra, y más cuando el policía Frank Serpico destapó la corrupta inmundicia que reinaba entre las fuerzas de seguridad de la ciudad. Lindsay dejó de ser alcalde en 1973, dejando tras de sí una ciudad prácticamente en bancarrota, caótica, invadida por la basura y dominada por el paro, la corrupción, el racismo y la delincuencia. A pesar de todo ello, algunos de los que trabajaron a sus órdenes aseguran que se dejó el alma en luchar contra la discriminación y la pobreza, pero, como él mismo admitió, «ser alcalde de Nueva York es el segundo trabajo más duro que existe en Estados Unidos». A su sucesor, Abraham Beame, la herencia casi le mata, ya que se enfrentó con una bancarrota casi asegurada y un gigantesco apagón que acabó de sumir la ciudad en el caos. Aun así, Beame supo bregar con todo ello, superó un déficit asfixiante y alcanzó un superávit purificador que no le sirvió para ser reelegido. Fue Ed Koch, su sucesor, quien hizo renacer la gran manzana de sus cenizas.

DOS

Si ven ustedes la bellísima e injustamente ignorada Tú y yo (Io e te, 2012) de Bernardo Bertolucci se darán cuenta de que el maestro italiano creó un arte casi místico con la basura como único ingrediente. La película, que en su mayor parte transcurre en un lóbrego sótano, contiene unos bodegones compuestos de desechos que parecen salidos de las pinceladas de los más divinos pintores flamencos, podredumbre hecha poesía como entorno del más melancólico romanticismo. Bertolucci parecía haber aprendido del cine neoyorquino de los años setenta a retratar la basura, como hicieran el William Friedkin de French Connection (1971), el Gordon Parks de Las noches rojas de Harlem (Shaft, 1971) o el Sidney Lumet de Serpico (Serpico, 1973), esos tres retratos ásperos y sin concesiones, como tantos otros en aquella época, de una ciudad tan desbordante de energía como aparentemente condenada al caos, pero que, no obstante, era para los cinéfilos de medio mundo irresistiblemente fotogénica y fascinante, al menos desde el West Side Story (West Side Story, 1961) de Robert Wise, Jerome Robbins, Leonard Bernstein y Stephen Sondheim. Ni que decir tiene que, más avanzada la década, Martin Scorsese llevó al paroxismo lo que podríamos calificar como el «malestar Lindsay» en la demoledora Taxi Driver (Taxi Driver, 1976).

TRES

En French Connection hay dos secuencias memorables que transcurren en el metro neoyorkino. Quizás por eso Joseph Sargent pensó en Owen Roizman para coger el metro con él. Al aceptar, tal vez Roizman pensara que había que darle un toque especial a esa nueva expedición a las entrañas de la ciudad. Al comprobar que los paneles que indicaban las paradas que componían cada línea tenían un diseño horizontal que se ajustaba como anillo al dedo al Panavision, sugirió rodar la película en ese formato, cosa no prevista por el director. Sargent no lo dudó y aceptó la propuesta. Con esa decisión acabaron de convertir en espectáculo supremo lo que se prestaba más a ser un suspense psicológico de interiores que otra cosa. Gracias a ello pudieron desarrollar una puesta en escena detallista y una planificación geométrica que en ocasiones no dudaba en emular al mismísimo Orson Welles con angulaciones que exploraban hasta el más mínimo recodo de cada uno de los decorados, consiguiendo el milagro de, prácticamente sin salir a la calle, dar vida a uno de las más ricos y profundos retratos de una Nueva York que había aprendido a vivir su rutina en las llamas del infierno, dando por bueno aquello de que uno se acostumbra a todo con tal de sobrevivir.

CUATRO

Por supuesto, Nueva York es sus habitantes. Y había que mostrar un abanico de los mismos para representar la variedad social, racial y cultural de la ciudad. Como el proyecto, que era ante todo un thriller, coqueteaba con el cine de catástrofes, tan en boga en los años setenta, Sargent corría el riesgo de contar múltiples historias paralelas que probablemente lastrarían el ritmo de la narración, así que, gracias al instinto del guionista Stone, se centró en la acción principal y se arriesgó a definir con apenas tres trazos (vestuario, pose, reacciones primarias ante el desastre) a la mayoría de los personajes secundarios. En vez de volverlos superficiales, lo que hizo fue permitir que el espectador respirara, como un ciudadano anónimo más, el color y el oxígeno de la gran ciudad, la convivencia entre gentes que, a menudo, se odiaban pero se resignaban a compartir el tedio que les imponían las labores del día a día. Así, sin subrayados, asistimos a lo que es casi un tratado sociológico en el que no faltan el veterano del Vietnam al que se ignora o desprecia porque, además, es negro y homosexual, el jubilado, la trabajadora puertorriqueña, los hippies espiritualistas, la prostituta, los vagabundos alcohólicos, los trabajadores del metro, la madre de familia, los policías de a pie, la mafia, el alcalde y su mujer (memorables secuencias las suyas)…, todos expuestos a una violencia cotidiana, latente pero a menudo imperceptible, que cuando explota se apodera, implacable, de sus destinos. Por eso también, Sargent contó con un puñado de carismáticos protagonistas que tenían poco o nada de héroes. Sabía que ellos le darían lo imprescindible: la cercanía con el público, además del humor y la ironía. Uno puede ser víctima del caos de una gran ciudad, pero a veces también puede convertirse en un héroe, por muy anodina y vulgar que sea su vida y muy fatigado, fracasado y hastiado que se sienta. Y esa es otra de las virtudes que hacen de Pelham 1-2-3 (The Taking of Pelham One Two Three, 1974) una película tan apasionante. Bienvenidos al tren.

Continuará

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JAVIER ARAZOLA

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Foto Ataraxia

JAVIER ARAZOLA

(Barcelona, 1961)   A la dirección de cine y la realización de televisión he acabado prefiriendo el oficio de vivir. Enamorado del cine desde siempre me vuelvo a adentrar en esa parte del pasado que viví ante pantallas preferiblemente inmensas, para regresar a un puñado de clásicos inagotables capaces aún hoy de inflamar mi mente, mi corazón y mi espíritu de adulto como lo hicieron cuando yo era un niño al que le gustaba soñar despierto.

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